El trono vacío de Ëndolin (Prólogo a La Sirada)

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Los dos guerreros entraron al palacio y cerraron las grandes puertas tras ellos. Entonces se hizo la calma. Assul, rápido, colocó un gran madero que había para asegurarla por dentro, y se llevó la mano al brazo contrario, donde tenía una herida profunda. Los dos se miraron, sin verse entre la oscuridad rota por los relámpagos, cuya luz azulada se colaba por las vidrieras, destrozadas por los estragos del tiempo. Fuera habían quedado sus compañeros, los caídos y los que no habían logrado alcanzarlos. 

Llegar hasta allí había sido una hazaña terrible. Cruzaron los mares hacía semanas, desde las gélidas aguas del norte que azotan las costas de la Tierra Helada de Vikinga, hasta las cálidas aguas del Mare Nostrum Interioris. Aquellas costas los habían recibido bien, pues sus gentes estaban mal organizadas, ya que no existía gobierno por aquel entonces en el lugar, y encontrar el palacio derruido no había sido difícil. Llegar a él era lo que había costado más. El castillo estaba abandonado hacía ya muchos años, y se hallaba en el fondo de un hermoso valle. Las altas montañas que lo rodeaban estaban nevadas, y todos se reconfortaron con ello, recordando su hogar helado, el Reino de Grrim, en la lejana Tierra de Vikinga. A esta cordillera, tan lejos como estaban de casa, la llamaban las Altas Ered-Ilais, nombre heredado de los elfos en tiempos anteriores. La situación del valle entre estas montañas hacía de embudo para las corrientes de aire, y allí se arremolinaban continuamente oscuras nubes, que no cesaban en descargar una fuerte tormenta. En aquel momento llovía mucho, y terribles rayos caían incesantemente. Era un lugar desolador, donde la única forma de vida que podía crecer era aquel prado de helechos. Todo el Valle de Ëndolin, alrededor del palacio en ruinas, estaba cubierto por un manto de vivo verde, una alfombra de helechos. Era un lugar precioso, mágico incluso, con aquel castillo arruinado, cubierto de enredaderas, coronando el valle verde. Según decían las gentes que habían encontrado de camino, aquel lugar estaba encantado. Aquel castillo había sido una vez la capital del Reino de Himn, que desde las Altas Ered-Ilais, se extendía hacia el sur, hasta la costa del Mar Interior. Nadie había habitado el lugar en el último siglo, salvo, decían, los protectores del lugar, que cuidaban del castillo y hacían guardia ininterrumpida para salvaguardarlo de los invasores, que no habían sido pocos. En su interior, al parecer, se guardaba un poderoso tesoro, una reliquia de antaño, cuya historia se perdía en los anales del tiempo...

Rogho y Assul eran los únicos guerreros que habían sido capaces de llegar y entrar al palacio de todo el ejército vikingo. No sabían si aquel lugar estaba realmente maldito, como decían, o si aquella tormenta incesante era debida a la magia del lugar, pero desde luego, aquello no había sido normal. Los rayos que caían del cielo, incontables, parecían perseguirles, y muchos compañeros murieron electrocutados. Los vientos soplaban alejándolos, como un vendaval que parecía emanar del propio castillo, del que sólo algunos torreones aún lograban mantenerse en pie a duras penas. Pero la peor prueba para alcanzarlo había sido cruzar aquel prado de helechos, infernal por muy bello que fuese. Sintieron sus raíces agarrarles los pies, y algunos se quedaron ahí, hasta que apareció el ejército. La lucha había sido terrible. Los guerreros parecían surgir del mismo prado, haber estado esperándoles entre los helechos gigantes. Fue una matanza. El pequeño ejército de Grrim cayó sin poder hacerles frente, y ellos dos fueron los únicos en llegar ante aquellas puertas. Cuál fue su sorpresa al encontrarlas abiertas...

Ahora todo estaba en calma. El interior de aquel palacio estaba completamente silencioso, salvo por el murmullo de unas ratas al fondo, que rápido corrieron a ocultarse. Entonces se hizo la luz. Rogho chascó unas piedras de pedernal, y tras unas cuantas chispas, prendió su antorcha. Assul se le acercó y encendió la suya, y ambos fuegos iluminaron el gran salón. Era una estancia circular enorme, con una gran columna en el centro que alcanzaba un techo en forma de una gran cúpula que aún mantenía sus frescos. Eran figuras impresas en una escena de batalla. En ellas se veía a un formidable guerrero empuñando dos espadas iguales, y portando una corona que brillaba intensamente. A sus pies, un hombre ataviado de forma distinta, con un turbante en la cabeza y una espada curva, imploraba de rodillas al formidable guerrero de la corona. Los muros estaban cubiertos de tapices roídos, en diferentes tonos, aunque los granates y malvas resaltaban más, pues eran los colores de la casa de Himn. En aquel salón circular había sólo dos puertas enfrentadas, y ellos habían entrado por una. Estaban en el Palacio Encantado de Ëndolin, capital del Reino decadente de Himn, y no iban a regresar con las manos vacías.

La SiradaWhere stories live. Discover now