La celda subterránea

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Algo brilló en la oscuridad. Primero le llamó la atención el tintineo del metal, cayendo a través de las entrañas de la montaña. Después todo volvió al silencio, al oscuro y eterno silencio. Algo había caído por un respiradero de su celda, y pensaba encontrarlo. Se lanzó hacia la esquina donde hubo sonado el tintineo, y comenzó a palpar la roca del suelo con una sola mano, arrastrando sus harapos. Su barba caía sobre el suelo mientras él olfateaba, hasta que tocó algo. No veía nada en absoluto, pero reconoció la pieza de metal. Era una pieza de puzle, como un cuadrado, salvo por uno de sus bordes, del que surgía una prolongación que debía encajar en otra pieza. Pero era diminuta, no más grande que la yema de su único meñique. Entonces la pieza, tan minúscula como era, comenzó a agrandarse hasta volverse del tamaño de su mano. Él, sorprendido, regresó a sentarse a su sitio, donde había apiñado unas ramas secas que le hacían de mullido lecho. Se sentó jugando con la pieza de puzle, y se preguntó qué sería aquello. Todo estaba absolutamente a oscuras, ya ni recodaba desde cuándo no veía luz. No sabía si luciría en ese momento el sol o las estrellas. Ni si habría regresado la luna... Entonces escuchó un grito. Fue un alarido de intenso dolor, y de seguido, otro que calló en seco, junto al golpe contra el suelo. Algo más había caído a través del respiradero.

Se llevó la pieza de metal a la boca, y se lanzó a atrapar a su presa. ¡Tendría algo que llevarse al estómago! Al otro lado, en el suelo y sin movimiento aparente, parecía haber el cuerpo de alguna criatura diminuta. La cogió con su mano, y al sentir la fragilidad, la trató con dulzura. Debía ser algún tipo de duende, pues tenía la forma de un pequeño personaje con sus piernitas bajo un vestidito, y una larga y suave melena. Y en ese momento se movió. Dio un respingo, y él, por no hacerla daño, aflojó. Entonces la criatura cayó al suelo, y él la escuchó moverse.

–¿Quién eres? ¿Dónde estoy? –dijo una vocecilla muy bonita aunque tremendamente asustada.

–No temas, pequeña, no te haré daño.

–¿Qué es este lugar? No veo nada... Nada –dijo su vocecilla temerosa.

–Estamos en algún tipo de mazmorra. Ésta es mi celda, y has caído a través de la entraña de la montaña. Dime, ¿cómo es el lugar del que procedes? ¿Luce aún el sol en el cielo?

Ella acurrucada en una esquinita, sonrió. Aquel hombre hablaba con sinceridad en la oscuridad de aquel lugar. –¿Cuánto tiempo llevas aquí? –le preguntó.

No tengo la más remota idea... Tal vez semanas.

Ella, aún dolorida, pero ya más tranquila, le habló al desconocido.- Yo estoy aquí porque me caí por un agujero, en mi bosque.

–¿Qué bosque? –se interesó él, en un intento por saber dónde estaba.

–Mi bosque se extiende por toda la falda sur de la Cordillera de las Altas Ered-Ilais.

–¿Estamos cerca de Ëndolin? –le interrumpió él.

Ella asintió inútilmente. –Sí. Mi árbol no queda lejos... Y de allí no osaría alejarme, porque el mundo es peligroso, pero es que he perdido algo.

–¿Qué has perdido para acabar en un sitio así?

–En realidad fue Teether, quien la arrojó por ese agujero. –Y señaló al techo, aunque él no la pudo ver–. Es una pieza de puzle. ¿La encontraste?

Él no respondió en seguida, sino que meditó lo que iba a decir, las consecuencias que aquello podría tener, hasta que asintió con la cabeza sin que ella le viera hacerlo. –No –respondió–. Aquí no ha caído.

–Odio a ese gnomo –sentenció U–. Se lo tiene merecido. ¿No quería deshacerse de ella? Pues ya lo ha conseguido.

Se hizo el silencio un momento, hasta que él habló.

–¿Quién y qué eres?

–Mi nombre es U. Soy una sirada.

Él sonrió. No sabía lo que era una sirada. –¿Una especie de hada?

–¡No! Hadas hay muchas. Yo nací sirada. Ellas tienen alas, y yo no... –Sus palabras terminaron apenadas.

–Otras virtudes tendrás, sirada. No anheles lo que otros pueden tener, en su lugar, reconoce lo que tú tienes, y no escatimes en halagos hacía ti misma, pues tú eres quien más debe creer en ti.

A ella se le escuchó refunfuñar. –¿Cuál es tu nombre? –preguntó alejando el tema, como solía hacer cuando algo no le gustaba.

–Soy Assul, Príncipe de Grrim, un lugar que está muy lejos de aquí.

–¿Cómo llegaste hasta aquí? ¿Por qué te hicieron preso?

–No sé dónde estoy, ni recuerdo cómo llegue hasta este infesto lugar. Los que me cuidan, si es que alguien lo hace, me traen alimento y agua cuando mis tripas ya no pueden más. Llevo aquí tanto tiempo que he perdido la noción del tiempo. ¿Qué día es hoy?

–¿Hoy? –respondió U preguntando. Y se encogió de hombros.

–Sí, el día de hoy. ¿En qué fecha estamos?

–No sé qué es eso de la fecha que me dices. Para mí los días se suceden en mi árbol y todo es tan maravilloso que no me importa qué día sea.

–¿No sabes qué día es en el calendario?

–Ni si quiera sé que es eso... –dijo ella, que puso cara de que tampoco le importaba, aunque él no la vio–. Debe ser horrible estar aquí tanto tiempo a oscuras.

Él no respondió a eso. Había sido realmente duro. Quedaron callados un rato. U le escuchaba respirar, y se movió a tientas siguiendo la pared de la celda hasta un rincón, lejos de él. ¿Cómo sería ese hombre? Su voz le intrigaba hasta el punto de despertarle un ansia que no comprendía, algo que jamás había sentido antes. Un Príncipe...

Entonces él habló: –Me encerraron por intentar robar la Corona Radiante del Palacio Encantado de Ëndolin.

U escrutó la oscuridad, como si le mirara, interesada. – Espera. Tú eres quien trató de robar esa corona mágica...

Él asintió. –La Corona Radiante –dijo él, negándose a haberla perdido para siempre–, perteneció a Belean, un gran héroe de la antigüedad. Él derrotó a un gran demonio, que pretendía desolar el Mundo, y después vino hasta aquí, y fundó el Reino de Himn. Vivió en Ëndolin mucho tiempo, hasta que sus vástagos lo olvidaron. Cuando el último de sus descendientes murió, Gaelin, último Rey de Himn, su legado murió con él. Así, el Trono de Ëndolin quedó vacío, y la Corona Radiante permaneció allí a la espera de que un valiente guerrero la ciñera. –Calló un segundo–. Y ése, seré yo.

–¿Y cómo piensas conseguirlo? –preguntó U interesada por su relato, a pesar de que ya lo conociera. A ella siempre le habían encantado los cuentos, como los que le contaba Teether, que unos eran de bonitas princesas y otros de terribles brujas. Y aunque algunos le asustaban, todos le gustaban.

–Cuando salga de aquí, iré a Ëndolin y volveré a encontrarla.

–¿Y cómo piensas hacerlo?

–Sigo vivo, ¿no? –respondió simplemente él. Y ambos sonrieron–. Si salgo de aquí, ¿me acompañarás?

–¿A por la corona? –preguntó ella con su vocecilla preciosa.

–Y a cualquier otro lugar que quieras.

–Pero yo no quiero alejarme de mi árbol... –lamentó U.

–¿A qué temes tanto, pequeña sirada?

–El Mundo es peligroso. No hay más que ver los árboles retorcidos más allá de mi charca. Están consumidos por el Mundo exterior...

–Hay árboles bellísimos y de miles de formas. Unos más altos, otros más bajos, unos cargados de frutos, de flores o de nieve. Y por culpa del miedo no vas a verlos. Yo podría enseñártelos...

U quedó callada un segundo, después simplemente dijo: –Ya vamos viendo–. Y asintió con la cabeza, sin que él viera su cara. –Pero te acompañaré a por la Corona Radiante.

La SiradaWhere stories live. Discover now