Bajo el Arco del Triunfo

By FranzBurg

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Tras cinco años en la cárcel por el robo de unos diamantes, que siempre ha dicho no haber cometido, Jean Paul... More

BAJO EL ARCO DEL TRIUNFO
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By FranzBurg

Charlotte Duggan había nacido en Belfast. Se mudó a París con una beca Erasmus, donde fue compañera de facultad de Benoît. Él era un incondicional en todas las fiestas, porque allí era donde hacía más negocio, y ella quería experimentar todos los aspectos de la noche parisina, con lo que coincidían bastante. Se gustaron casi desde el principio y comenzaron a intimar en alguna fiesta.

Antes de terminar la beca, Charlotte consiguió un puesto de becaria en una empresa, con lo que consiguió quedarse más tiempo en París. Eso le permitió afianzar mejor su francés y también comenzar con Benoît una relación un poco más seria, que hasta entonces había parecido un rollo de verano.

Esa relación hizo que Benoît se alejara un poco de Jean Paul, pero este no se preocupó mucho, era algo que entraba dentro de la normalidad cuando un amigo se echaba novia. Además, creyó que sería algo temporal. Siempre pensó que ella era demasiado espiritual y mística para Benoît, cosa que nunca le comentó a su amigo, por supuesto. Se sorprendió mucho al ver que se llevaban tan bien y que su noviazgo perduraba en el tiempo. Nunca hubiera apostado por ello.

Tampoco imaginó que, con lo delgada que estaba, tuviera tanta fuerza como para hacerle perder el conocimiento de un puñetazo. Despertó dolorido y con cierto sabor a sangre en la boca. Notaba el labio inferior hinchado, Charlotte se lo había partido. Al menos, ya no estaba en el suelo, alguien lo había levantado y volvía a estar sentado y atado a la silla. Sentía mucho dolor en la parte posterior de la cabeza si miraba hacia arriba. Se había dado un buen golpe y no descartaba que hubiera estado sangrando. No podía revisarlo, pues sus manos estaban atadas, aunque se dio cuenta de que las ataduras habían quedado un poco más sueltas que antes debido a la caída. Movió los brazos con fuerza, creía que podía haber una posibilidad de soltar las manos. Pero entonces, recibió una bofetada. La herida del labio le ardió.

No se había dado cuenta de que Charlotte estaba allí.

—Estate quieto —dijo—, si no quieres que te de otra.

Jean Paul no recordaba a Charlotte tan agresiva. Antes del robo, cuando había coincido con ella, la había encontrado muy simpática. Incluso dulce. Había cambiado mucho en aquellos cinco años.

—¿Nos vas a decir dónde escondiste los diamantes?

—Ya os he dicho que yo no los tengo —balbuceó—. No sé dónde están.

Charlotte sonrió solo con los labios, mientras mostraba odio en sus ojos.

—Me ha dicho Lance que le has echado la culpa a Gérald.

Jean Paul mantuvo silencio.

—Él es el único que conocía al contacto que podía comprar los diamantes —dijo Charlotte—. No sería descabellado pensar que él se hubiera guardado los diamantes para luego venderlos en solitario.

Jean Paul alzó las cejas.

—¿Ves?

—Pero no sé si sabes que él sigue trabajando en el museo.

Jean Paul bajó las cejas de golpe.

—No tiene mucho sentido que siga ahí, si tuviera esa cantidad de dinero, ¿no te parece?

—A lo mejor no los ha vendido todavía.

—Me extraña —sentenció Charlotte.

Dio media vuelta y salió de la habitación.

Jean Paul volvió la mirada hacia Lancelot, que lo observaba desde la silla en la que había estado anteriormente.

—Te vas a quedar aquí hasta que encontremos los diamantes —dijo, mientras se ponía en pie—, así que ponte cómodo si no tienes intenciones de colaborar.

Apartó la silla a un lado y también salió, cerrando la puerta con cerrojo después.

Jean Paul suspiró y miró a su alrededor. Por primera vez, prestó atención a la sala en la que estaba. Podía ser un dormitorio cualquiera de un piso cualquiera. Podría incluso no estar en París. Habían sacado todos los muebles, excepto la silla que había usado Lancelot y en la que estaba sentado él mismo.

Al otro lado de la puerta, Lancelot se dirigió a la cocina, donde se encontró con Charlotte.

—¿Crees que dice la verdad?

Ella apretó los labios.

—Ya no sé a quién creer —dijo—. A veces me dan ganas de olvidarme de todo. Ese idiota no nos va a decir nada.

—No teníamos que haberlo secuestrado —dijo Lancelot—. Llevamos casi dos meses siguiéndolo y no ha hecho nada aún. Ahora, si lo soltamos, va a actuar con más cuidado todavía. Sin contar con que podría hablar con la policía.

—Por eso hay que machacarlo hasta que diga lo que sabe. No hay marcha atrás.

—No hay marcha atrás —repitió Lancelot para darle la razón.

Se acercó más a ella e intentó abrazarla. Ella se apartó con una mueca de dolor. Alzó la mano derecha y se la mostró a Lancelot.

—Menudo sopapo le has dado —rio él—. Cuando se ha dado contra el suelo, he creído que te lo habías cargado. ¿Cuánto tiempo ha estado inconsciente? Por lo menos cinco minutos.

—Le tenía ganas —confesó Charlotte torciendo el gesto.

Lancelot abrió entonces la nevera y sacó una bolsa de espinacas congeladas.

—A ver, trae —le dijo a Charlotte para que alzara de nuevo la mano dolorida.

Le puso la bolsa de espinacas sobre los nudillos y ella reaccionó al frío tomando aire rápido con la boca abierta y exhalándolo lentamente. Al poco rato, tenía la mano húmeda y apenas sentía dolor. Dejó caer la bolsa de espinacas, agarró a Lancelot de la camisa y lo obligó a acercarse a ella. Él no opuso resistencia y aprovechó el impulso para darle un beso en los labios. Ella le correspondió abriendo la boca y mordiéndole el grueso labio inferior con deseo.

Eso fue suficiente para encender a Lancelot. Cogió a Charlotte por la cintura y la alzó hasta sentarla en la encimera. La atrajo hacia sí y se echó sobre ella para besarla de nuevo, mientras le desabrochaba todos los botones de la blusa.

Hicieron el amor allí mismo de forma apasionada y salvaje, devorándose con cada beso. Terminaron tirados en el suelo, exhaustos y satisfechos. Se quedaron dormidos.

Al despertar, Lancelot recordó que Jean Paul le había pedido agua. Habrían pasado varias horas. Cuando se lo pidió estaba amaneciendo, que fue cuando llegó Charlotte a casa. Miró su reloj. Ya pasaba el mediodía. Respiró hondo, estaba muy cómodo allí, tumbado en el suelo con el cuerpo desnudo de Charlotte a su lado. Hizo un esfuerzo y se levantó. Se puso la ropa interior y los pantalones, cogió un vaso, lo llenó con agua del grifo y salió de la cocina con él, mientras Charlotte se desperezaba.

Quitó el cerrojo que le habían puesto a la puerta del dormitorio donde tenían encerrado a Jean Paul y entró la habitación. Acto seguido, ahogó un grito y dejó caer el vaso al suelo, que se rompió en mil pedazos.

Jean Paul no estaba. La silla estaba vacía; las ataduras, en el suelo, y la pequeña ventana de la habitación, abierta de par en par.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Charlotte desde la cocina.

Lancelot se asomó por la ventana. Estaban en un tercer piso, el salto habría sido mortal, a menos que en ese instante hubiera habido un gran camión aparcado justo debajo, y aun así, el salto habría sido de película. Miró a los lados y vio un tubo del desagüe del tejado a la izquierda, a menos de dos metros. ¿Habría podido saltar hasta allí y después descolgarse hasta el suelo? Parecía complicado, pero no imposible. Otra posibilidad era que hubiera escapado hacia arriba, solo había un metro y medio hasta la pequeña cornisa que daba paso al tejado. En cualquier caso, Jean Paul tenía que haber sido muy habilidoso.

—Se ha escapado —dijo en un incrédulo susurro cuando notó que Charlotte entraba en la habitación.

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