Cuando cierro los ojos se van...

Od PsiqueMaichen

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Isaac no conoce más allá del internado de monjas donde ha sido criado desde su infancia. Su padre niega que l... Více

Nota
Anuncio
Reparto y datos
Carta
Permiso
Daniel
Luna
Necesitas buenos amigos
Salida
Demasiado bullicio
Violeta
Excusas para acercarse a los chicos lindos
¿Tal vez era un fantasma?
Una triste carta
Recuerdo
Piano
Adonis
¿Fuga?
Castigo
Ya no había futuro
Ya, bebito
Navidad
Copos de nieve en un lugar secreto
Regalos
El cuento de Isaac
Pesadillas
Terrence
¿No recuerdas?
El pasado coexistiendo con una pesadilla
El inicio de la primavera
Albert
Reviviendo el pasado
Los ángeles enamorados del músico
Las estrellas florecieron
Las ilusiones del amor
El ocaso llegará
Repentina decisión
Mientras esperaba
Lana Fajro
El refugio de las ilusiones del amor
Fiesta de cumpleaños/ parte 1
Fiesta de cumpleaños/ parte 2
Fiesta de cumpleaños/ parte 3
Parte dos del libro
Bach
Milagro
Corazón roto
Fantasmas
Afecto muerto
Una mala decisión
Aroma a rosas
La muerte de un futuro triste
Destellos de otra realidad
Unión
Los amantes
Lo que aprisionan los santos
Él lo sabe
Rumores que son verdades
El anillo
No le debía fidelidad
Falsa calma
La pesadilla de Albert
Tiempos difíciles
Un espacio dentro de otro espacio, donde no existe la vida ni la muerte
La nueva realidad
El final que soñó


El propósito del anillo 

(Epílogo) El camino correcto

Conversaciones frías

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Od PsiqueMaichen

Al terminar la clase, seguí a Daniel. Él, al darse cuenta, apresuró el paso. No obstante, estaba decidido a hablar con él. Le seguí suponiendo que se dirigía a su dormitorio, mi sorpresa fue que corrió cuando no había más alumnos y monjas a la cercanía. Fue al lugar secreto que utilizamos para fugarnos en Navidad. Trepó la vieja reja. Observé desde el otro lado a Daniel perderse en el bosque cubierto por la nieve, me pareció salido de un sueño. Escalé lentamente la reja, era resbaladiza debido a la nieve. Cuando estaba en la cima, por evitar los pinchos, resbalé, me sujeté de uno, pero este me cortó a profundidad la palma de mi mano. Bajé, callé mi dolor y empuñé mi mano para frenar el sangrado.

Busqué con la mirada a Daniel. Sin contemplar el sombrío paisaje, caminé apresurado. Me hundía un poco en la nieve acumulada en cada paso que daba, era difícil caminar así. Escapó el calor de mi interior en el vaho que exhalaba y fue sustituido por el aire frío. Me abracé a mí mismo. Parecía que en el bosque tapizado por un manto blanco no era bienvenida la vida y, todo ser que la tuviera, debería abandonarla.

—¿Daniel, dónde estás? ¿Por qué me evades? ¿Qué hice de malo? —grité mis preguntas al aire.

No hubo respuestas. Cabizbajo, seguí en mi andar. Mi corazón me reclamaba en violentos latidos. Vi una elegante lápida de mármol coexistiendo con el lugar. Me acerqué, le quité superficialmente la nieve con mi mano y me eché ocupando el lugar donde abajo yacía una tal Merry. Era muy pacífico y silencioso el invierno. Suspiré, salió vaho. Mis lentes comenzaron a empañarse, me los quité. Contemplé borroso las ramas sin follaje del árbol cercano a la tumba. Pensé que no era un mal lugar para dormir. Parpadeé un par de veces. El frío me acunó.

—Una vida sin amor honesto es tan triste y vacía —volví a hablar al aire.

Me ovillé. Estaba tan triste de que la única persona que apreciaba me evitara.

—¡Eres un mentiroso! —gritó furioso.

Daniel, como si fuera un animal salvaje cazando, se lanzó encima de mí y me tomó con una mano del cuello. Según él me imposibilitaba de escapar, igual, no quería hacerlo, no deseaba ni en pesadillas huir de su cálida presencia. Vi su rubio cabello escarchado por un poco de nieve, sus ojos enmarcados por la furia, sus mejillas arreboladas y sus pequeños labios pálidos, temblando debido al frío.

Sonreí, recordé mis sueños, los que eran tan vergonzosos para contarlos en voz alta, pero tan agradables al imaginarlos.

—¿Lo soy? —pregunté divertido.

—Tienes un mejor amigo, hasta conoce tu segundo nombre. Gabriel. —Lloroso, empuñó su mano—. Me utilizaste. No querías pasar solo las vacaciones y me inventaste que no tenías amigos. —Soltó un puñetazo a mi lado, estampando su mano en el frío mármol.

No me perturbé, me hacía feliz sentirlo tan de cerca y su peso en mi regazo. Cálido, violento y hermoso... Lleno de vida. Quería estar igual de vivo que él.

—No es como supones —dije sonriendo.

—¿Por qué sonríes? ¿Te hace feliz engañar y mentirle a las personas? —Frunció el ceño y sus ojos de sol me reclamaron.

—No, me hace feliz que hablemos de nuevo —expresé animado.

Levanté mi brazo y acaricié su fría mejilla. Con mi afecto, el rostro de Daniel se trastornó, la ira lo abandonó.

—¿Por qué? ¡Ya tienes a un mejor amigo! —dijo en un hilo de voz lloroso.

—Lo tengo, eres tú. —Alejé mi mano. Mi corazón se alteró, sabía lo que diría antes de articular las palabras—: Solo quiero estar contigo, escucharte, que me hables de tus sueños, anhelos, pesadillas y todo lo que cruce en tu cabeza de trigo. No dejo de pensar en ti. Daniel, me haces sufrir cuando te apartas y huyes. Quiero estar siempre contigo —expresé mi sentir sin vergüenza.

Mis palabras me liberaron de mi mente afligida, decir lo que pensaba y creía era un éxtasis de emociones identificables que revoloteaban mi cabeza, estómago y corazón. Miré lo sonrojado que estaba Daniel, y no era por el frío, sus pecas perdieron relevancia. Me soltó, dejándome la presencia y energía de su mano en mi cuello. Se echó a mi lado. No dijo ninguna palabra, ambos nos consumimos por un tiempo en el silencio que tenía presencia propia. Parecía que el tiempo se fue, que nada nos apresuraba.

Daniel sacó de su gabardina un encendedor y un paquete de cigarrillos. Me pregunté de dónde los conseguía. Encendió uno y el humo se fue hacia las ramas durmientes. Ladeé mi cabeza. Verlo fumar era fascinante. Parecía salido de una postal, algo tan hermoso, envenenándose de poco a poco con el cigarrillo. Moví la mano que no sangraba y le arrebaté de los labios el cigarrillo para llevarlo a los míos, y así también consumirme. No abandonamos la comodidad de la lápida. Le expliqué a Daniel sobre Terrence mientras simulábamos ser chimeneas. Me daba un poco de vida el calor del cigarrillo.

—Así que era tu amigo de la infancia y volvió al infierno de este lugar, dah —recapituló con su encantadora entonación.

—Con él ya no es lo mismo. El día que se fue dejé de intentar hacer amigos, no quería volver a pasar por ese dolor de perderlos. Me hice muy solitario.

—¿Por qué quisiste intentarlo de nuevo conmigo? —Le dio una profunda calada el tercer cigarrillo que llevaba consumiendo y exhaló el humo.

—Porque me gustaste desde el primer momento en que cruzamos miradas —respondí con honestidad y callé por un momento—. Me trasmitiste algo que nadie más había hecho antes. Era como si provinieras de otro mundo para sacudir el mío.

—¿Qué pasa contigo? Creí que eras más tímido. —Esbozó una sonrisa tenue.

—Lo soy, con desconocidos. Contigo puedo ser yo, decir lo que pienso y creo. Eres mi catalizador de emociones.

—No sabes lo que dices. —Soltó una risita angelical.

—Claro que sí... Lo siento, Daniel. Demoré demasiado en aclarar todo.

—Es mi culpa, debí preguntar. Lo siento, no debí desconfiar. —Lanzó la colilla de su cigarrillo—. Te volviste mi mundo, estaba muy celoso —reconoció.

—No te dejaré, jamás, aunque estés harto de mí y me eches de tu vida a patadas. —Tomé su mano.

—Hablas como un enamorado —dijo riendo. Entrelazó los dedos de su mano con los míos. No pude describirme lo que sentí en ese momento, pero supuse que así era estar en el cielo.

No respondí a lo que dijo. Era una verdad que aún no podía decir. Eché una mirada a las ramas del imponente árbol. Me llevaron a la conclusión de que ambos nos encontrábamos en invierno. Daniel aún pensaba en su profesor de música y yo disfrutaba lentamente de lo que comenzaba a sentir por él. Era algo que no deseaba apresurar. Con tenerlo a mi lado era más que suficiente y feliz, aunque él no supiera que era el dueño de mis suspiros y el protagonista de mis sueños más lascivos.

—En primavera florecen muchas cosas —murmuré.

—¿Qué dices? —Daniel fijó su mirada en mi rostro y después llevó su mano a mi frente—. Ardes, tienes mucha fiebre, eso explica por qué decías cosas extrañas. Vámonos, te acompaño en la enfermería. —Se levantó y me ofreció su mano.

—Pero me siento bien. —Tomé la mano ofrecida, sin darme cuenta que le di la que sangraba de poco a poco.

—¿Y cómo vamos a explicar esto? —Me regañó al ver la herida en la palma de mi mano.

Me sentí muy cansado para responder, al levantarme y dar unos pasos, todo mi panorama comenzó a mancharse de negro. Me dolió el pecho, me molestaron los intensos latidos de mi corazón y me costó mucho respirar.

—Demonios —fue lo último que dije.

Todo se oscureció para mí. 

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