No te enamores de Ada Gray (L...

By FlorenciaTom

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Ada Gray decide morir. Se siente una fracasada, está harta de vivir con hambre debido a su miserable empleo c... More

Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8.
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Final de la primera parte
SEGUNDA PARTE

Capítulo 1

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By FlorenciaTom

Orden de la trilogía:
No te enamores de Ada Gray ✅
El clímax de un millonario ✅
Sedúceme si puedes ✅


CAPÍTULO 1.

Había cosas que tal vez no comprendía o nunca llegaría a comprender. Pero lo que sí sabía con certeza en aquel momento era que, si no lograba reunir algo de dinero esa noche como mesera, aunque fueran solo unos centavos, me iba a quitar la vida. No lo decía como un pensamiento pasajero, sino como una convicción arraigada. Mi desesperación era tan abrumadora que las ganas de vivir se habían desvanecido hace tiempo, y nada parecía capaz de cambiar mi opinión.

Hacía días que no comía como una persona normal. En ese trabajo, no me pagaban lo que correspondía. Apenas ganaba unos treinta dólares al mes, que ya se habían agotado. Solo me quedaba revolver en la basura del restaurante de comida rápida para encontrar algo que calmará mi hambre.

Entre pagar los gastos de un departamento repugnante y tratar de alimentarme, no había solución. Había terminado la escuela secundaria con bajas calificaciones, ya que en ese momento mi prioridad era sobrevivir, no obtener notas excelentes.

No tuve la oportunidad de costear la universidad, ni de conseguir un empleo decente. Había enviado innumerables solicitudes de empleo a diferentes lugares.

Nunca me llamaron.

Conseguí el trabajo de mesera en una tarde de verano, cuando supliqué al dueño que me diera empleo. Llegué al extremo de arrodillarme ante él, buscando desesperadamente un sí que pudiera cambiar mi situación. Walter, el dueño, no era una persona agradable. Era un hombre bajito, calvo y cascarrabias que se aprovechaba de mi necesidad para pagarme apenas unos centavos por las horas extras que trabajaba. Aunque agradecía haber sido contratada, eso no le daba derecho a insultarme cada vez que cometía un error en el trabajo.

Sentía que estaba destinada al fracaso, condenada a morir de hambre y sin esperanzas de un futuro mejor. Había planeado todo para ese día: mi carta de suicidio y el lugar donde me colgaría, usando un cinturón alrededor de mi cuello, en unas tuberías resistentes.

Aunque me embargaba cierta melancolía por lo que estaba pensando, estaba decidida a llevarlo a cabo. Siempre cumplía lo que me proponía. Y sí, ese día me había propuesto poner fin a mi vida. Mientras mi autoestima se desvanecía, Walter se encargaba de pisotearla cuando ya estaba en el suelo, con sus repugnantes zapatos oscuros que a veces pisaban excremento y él no se molestaba en limpiar, permitiendo que se secara rápidamente en sus suelas.

Volviendo a mi desastroso presente, aquel restaurante de comida rápida estaba lleno esa noche, repleto de niños y mi paciencia a punto de no existir ya en mi interior.

Niños malcriados exigiéndole a sus padres que compren combos infantiles que tenían un precio excesivo y que acabarían con su economía. Padres que apuraban a las vendedoras para que se les entregue su pedido, y yo allí, tomando ordenes en las mesas. Aunque me decía a mí misma "disfruta el ultimo maldito día de tu vida" también me decía "rómpele las piernas a la señora que no para de rebajarte con la mirada".

—...y por favor, cuatro sodas extra grandes con papas del mismo tamaño. —me dijo aquella señora de cabello rubio despampanante y que no paraba de masticar su chicle de una manera tan ruidosa que me molestaba.

—Anotado. —le indiqué, mientras ponía un punto final en su pedido.

Cuando estaba a punto de marcharme a la cocina, la señora tuvo el descaro de tomarme de la muñeca, obligándome a que me volviera hacia ella.

—¿Te encuentras bien? Estás pálida, niña. —me dijo, mirándome con una gran lástima muy poco disimulada.

¿Cómo podía responder eso a una desconocida?

—Sí, no se preocupe. Sólo son las horas excesivas de trabajo aplastándome como un camión —me reí con brevedad para ponerle un poco de comedia a mi vida.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste? —insistió, sin dejar de sujetarme por la muñeca.

—Hoy a las siete de la mañana.

—¡Por todos los cielos! ¿Estuviste todo el día sin comer? ¿Es que aquí no te pagan lo suficiente? —se escandalizó su marido, que estaba sentado junto a ella.

Los dos niños que parecían ser hijos de la pareja, escuchaban atentamente la conversación más incómoda de mi vida.

—Si digo mi sueldo pueden que me echen, señor. —me disculpé, sintiendo mis mejillas acaloradas.

Una mano enorme se posó sobre mi hombro y me sobresalté al sentir la presencia del señor Walter, quien se había unido descaradamente a la charla. Me aparté para que me soltara.

—¿Sucede algo con la mesera, señores? ¿Les ha molestado su servicio? —les preguntó él, con cierto tono de voz que era digno de mi humillación.

—¿Usted le permite comer a sus empleados en sus horas libres? —le preguntó el hombre, quien se había levantado de su asiento para hacerle frente a la situación.

El hombre, de cabello oscuro, llevaba un largo abrigo gris que le llegaba a las rodillas y aparentaba tener alrededor de cuarenta años. Se colocó frente a Walter, quien parecía diminuto ante la presencia imponente de aquel hombre.

Observé cómo Walter nerviosamente tragaba saliva y me lanzaba breves miradas fulminantes. Apoyé mi frente en mi mano, suplicando que eso no significara "estás despedida".

Aunque... en un par de horas me quitaría la vida, por lo que ya estaba muerta en cierto sentido.

—Nuestros empleados tienen dos horas libres para comer lo que deseen. Este entorno laboral es muy saludable, así que no se preocupe por el bienestar de nuestros empleados, que están en óptimas condiciones —declaró Walter, con una sonrisa falsa y una tranquilidad fingida.

—Descarado.

La familia y Walter se volvieron hacia mí cuando mi mente me había traicionado y había soltado esa palabra de manera inconsciente. Tragué saliva con fuerza y no sabía dónde meterme. Aunque, esa noche iba a suicidarme y no tenía nada más que perder.

—¡Esas horas no existen, estamos siendo explotados laboralmente por este señor calvo que se echa gases sobre sus hamburguesas! —me animé a gritar frente a todos y el lugar se volvió silencioso donde antes había un ruido insoportable de gente hablando—. ¡No podemos comer, no nos da una hora libre para descansar y si protestamos corres el riesgo de ser despedido! ¡Tampoco nos permite ir al baño en horario laboral! ¿Saben cuándo fue la última vez que he ido al baño? ¡Solo lo hago por las noches, cuando llego a casa, porque no nos permite hacer nada!

—¡Ahora entiendo por qué la caja de mi hamburguesa olía a flatulencia de viejo! —gritó un cliente, asqueado.

Sentí la mirada furiosa, acalorada y desesperada de mi estúpido jefe sobre mí. Retrocedí unos pasos, viendo cómo la mayoría de los clientes se marchaban del lugar y otros empleados comenzaban a insultarlo como si hubieran estado esperando el momento.

Desaté mi delantal rojo, que tenía el logo del local, por detrás de mi nuca y también el nudo que lo rodeaba en mi cintura. Lo lancé al suelo y lo pisoteé, sin dejar de mirar a mi jefe, que parecía tener la intención de ahorcarme en cualquier momento.

—Gracias por nada. —escupí, fui a la caja registradora y saqué un par de billetes, llevándome el sueldo del mes sin hacer un recuento delante de sus ojos.

Salí del local en plena noche, con mi bolso oscuro colgado del hombro y con ganas de llorar. Al principio, la situación parecía manejable, pero la cara de mi jefe seguía rondando mi cabeza. Su rostro enrojecido, su calva y sus puños apretados, sin decir una palabra pero con una clara amenaza hacia mí, seguramente me darían pesadillas... espera, esa noche sería la última.

No habría pesadillas, no habría más dolor si hacía lo que había planeado durante meses. Esa noche me suicidaría, y no dejaba de repetírmelo como si algo en mi interior me recordara cuál era mi destino.

Ya podía ver mi nombre en la lápida y algunos familiares lejanos, quizás algunos compañeros de la escuela. Parecía que toda mi vida se trataba de reunir invitados para mi funeral.

Llegué a la parada de autobús y en mi teléfono móvil marcaban las ocho en punto. Me senté en un pequeño y frío asiento, mirando a ambos lados de la calle, observando lo que sería la última visión de esa enorme ciudad.

Era interesante ver cómo una parte de Nueva York era hermosa en todos los sentidos, con sus extravagantes luces, la gente siempre animada y el ruido de los autos pasando. Todo era cautivador, pero no le daba sentido a mi vida.

No podía disfrutar de los lujos que algunos tenían permitidos, no podía encontrar un propósito convincente para quedarme en este mundo.

Lo que tenía planeado era morir, lo había organizado y de alguna manera me sentía orgullosa de haber planificado ese aspecto de mi miserable vida, por más grotesco que suene, era la verdad.

El autobús llegó y me subí, el conductor me saludó amigablemente desde su gorra y con una sonrisa. Tenía rasgos asiáticos. Le devolví una débil sonrisa. Tomé asiento en el primer lugar que encontré y me dije a mí misma que debía aprovechar para observar la ciudad por última vez, ya que después de esa noche, no recordaría nada y mi mente caería en un sueño profundo, uno del que nunca despertarías y te preguntarías desesperadamente si hay vida después de la muerte.

Eso era algo estúpido, no quería una vida, por eso iba a suicidarme, obvio.

Mi apartamento de cinco pisos era uno de los más vulnerables en las afueras del centro. Llegué y acaricié a varios gatos que merodeaban por allí. Si dependiera de mí, los habría adoptado hace tiempo, pero apenas podía alimentarme a mí misma. No quería condenar a un gato a mi suerte.

Subí las escaleras, con el cuerpo cansado y con tantas ganas de comer que quizás mordería a cualquier vecino para saciar mi estómago.

Con un suspiro, introduje la llave en la cerradura de mi apartamento, que tenía un número siete dorado y desgastado por los años. Entré y encendí las luces. Hogar, dulce hogar.

El apartamento no era bonito, las paredes estaban llenas de moho y descascaradas, con la pintura vieja desprendiéndose. Había un televisor con solo canales de aire y un sofá bonito pero incómodo, imposible dormir allí.

Algunos muebles vinieron con el apartamento y nunca tuve la suerte de poder cambiarlos. No tenía dinero, maldita sea.

Dejé mi bolso sobre la mesa y fui a la nevera en busca de algo para comer. Si iba a morir, quería hacerlo con el estómago lleno y el corazón contento. Así que me di el lujo de pedir comida y no tardé en tener una caja de pizza sobre la mesa y una botella de Coca Cola.

Buen provecho, futura difunta.

La última cena estuvo deliciosa, un placer sacado de la caja registradora de mi ex empleo. Tenía ganas de comer frente a Walter para demostrarle que estaba comiendo en horas de trabajo. Vete a la mierda, Walter.

Ordené toda la casa con cierta melancolía y tuve la intención de dejar todo impecable (aunque todo estuviera hecho un desastre) para que cuando me encontraran muerta, la casa estuviera en condiciones.

Arreglé mi cama, lavé los platos sucios, barrí el suelo y finalmente me di una ducha. Me depilé las axilas y cualquier otra parte del cuerpo que tuviera vello que me molestara.

Si iba a morir, también quería hacerlo depilada y con la piel suave.

Me envolví en una toalla y solté un largo suspiro al ver que el cinturón ya estaba preparado sobre la cama. Me puse ropa cómoda y traje un banquillo a la habitación para poder atar el cinturón a uno de los gruesos caños del techo. Un caño que siempre me resultaba molesto, ya que no sabía exactamente qué transportaba.

Todas las noches lo miraba y me preguntaba si resistiría mi peso el día en que decidiera colgarme. Y esa noche estaba a punto de comprobarlo.

Me preguntaba si había algo más que hacer en este mundo que no me había dado nada, así que decidí subirme al banquillo (esperando que no se rompiera) y me obligué a observar el anochecer por última vez. La luz de la luna me acariciaba de una manera que nadie más lo había hecho y sentí un nudo en la garganta que me hizo querer llorar.

Supongo que así terminaría la corta vida de una joven llamada Ada Gray.

Coloqué el cinturón alrededor de mi cuello, sintiendo el cuero incómodo sobre mi piel. Dios, esto era tan difícil. Cerré los ojos y, con un último suspiro, pateé el banquillo y al instante quedé colgando, sintiendo cómo mi respiración se cortaba y el cinturón me rasguñaba el cuello.

Algo dentro de mí quería desesperadamente salvarme y luché desesperadamente, con arcadas y manos sudorosas tratando de quitarme el cinturón. Tal vez mi cuerpo quería sobrevivir, pero mi alma no.

Antes de que perdiera por completo la conciencia, escuché un fuerte golpe en la puerta de entrada que me hizo abrir los ojos de par en par, observando mis pies descalzos que se sacudían por sí solos.

—¡Mierda!

El cinturón hizo que mi cuerpo girara y justo cuando estaba a punto de ser arrastrada por la muerte misma, un hombre, a quien no pude ver pero sí escuchar, me levantó en el aire y desesperadamente me quitó el cinturón del cuello, acariciándolo con dedos nerviosos.

Desmayé por falta de oxígeno.

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