Capítulo I

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Desde su escondite en el montículo de paja y con los ojos anegados en lágrimas, Denki pensó que el padre Shigaraki parecía un espíritu de luz. Se debía a su posición, de espaldas a un sol descolorido, y al modo en que las nubes se vertían debajo de sus mangas colgantes y palmas en alto, como si estuviera en el cielo. Su temblorosa voz se elevaba sobre el bullicio del balar de las cabras, el crujir de la leña, los gritos de los niños y los lamentos de las madres.

-¡Dios es amor! Un amor que purifica, un amor que santifica, un amor que nos une -los ojos del padre Shigaraki pasaron sobre la turba aulladora y lastimera, postrada en el fango y cercada por monjes cubiertos con sotanas rojas-. Dios ve- continuó Shigaraki- y hoy sonríe. Porque hemos llevado a cabo su tarea. Nos hemos purificado con su amor. Quemamos la carne putrefacta -el humo que se acumulaba en torno a sus piernas y brazos ondulaba con escamas de ceniza roja y las comisuras de sus labios se cubrían de saliva-. ¡Cortamos la corrupción de lo demoniaco! ¡Expulsamos las oscuras inclinaciones de este lugar! ¡Dios sonríe hoy! -bajó los brazos y sus mangas, al caer como velos, revelaron detrás de sí un infierno de treinta cruces en llamas sobre la llanura. Era difícil distinguir a los crucificados en medio del humo denso y negro.

Biette, fornida madre de cuatro, se irguió como un oso herido y avanzó de rodillas hacia Shigaraki antes de que uno de los monjes tonsurados vestidos de rojo se adelantara, le plantase una bota entre los omóplatos y la hundiera de bruces en el fango. Ella permaneció ahí, quejumbrosa sobre la tierra húmeda. Los oídos de Denki no habían cesado de zumbar desde que llegó con Eijirō a la aldea en ancas de Dama del Crepúsculo y vieron el primer cadáver en la vereda. Pensaron que se trataba de Mikkel, el hijo del curtidor, quien cultivaba orquídeas para los rituales de mayo, pero su cabeza había sido aplastada con algo pesado. Ni siquiera pudieron detenerse a confirmarlo porque toda la aldea ardía en llamas y había por doquier Paladines Rojos, cuyas ondulantes sotanas danzaban al compás del fuego. En la colina sin cultivar, media docena de ancianos morían quemados sobre cruces erigidas de prisa. Denki oyó a la lejanía los gritos de Eijirō mientras su mente se quedaba en blanco. Dondequiera que miraba veía que su gente era ahogada en el lodo o arrancada de sus hogares. Dos paladines arrastraban a la vieja Ryuka sujetándola de los brazos y del cabello, a través de su corral de gansos. Las aves graznaban y revoloteaban en el aire, con lo que contribuían al irreal caos. Poco después, Denki y Eijirō fueron separados y Denki se refugió en el montículo de paja, donde contenía la respiración cuando los monjes pisoteaban sus atados de bienes que había recuperado. Los
desplegaron por fin sobre el piso de la carreta descubierta que ocupaba el padre Shigaraki, a cuyos pies derramaron su contenido. El sacerdote miró y asintió como si se esperara lo que veía: raíces de tejo y aliso, estatuillas de madera de antiguos dioses, dijes y huesos de animales.
Suspiró con paciencia.

-¡Dios lo ve todo, amigos míos! Ve estos instrumentos de conjuros demoniacos. Ustedes no pueden ocultarse a su mirada. Él extraerá este veneno. Y proteger a otros como ustedes no hará más que prolongar su sufrimiento -sacudió las cenizas que habían caído sobre su túnica gris-. Mis Paladines Rojos están ávidos de oír sus confesiones. Ofrézcanlas por su bien de manera voluntaria; mis hermanos son diestros en el manejo de las herramientas de la Inquisición.

Los Paladines Rojos arremetieron contra el vulgo para elegir blancos de tortura. Denki vio que familiares y amigos se echaban unos en brazos de otros para evitar que los paladines se los llevaran. Había más gritos cuando niños eran arrebatados de sus madres. Imperturbable, el padre Shigaraki bajó de la carreta y cruzó el fangoso camino hacia un monje alto y ancho de hombros que vestía de gris. Sus mejillas eran angulosas bajo su capucha y extrañas marcas de nacimiento manchaban el área alrededor de sus ojos y descendían por su cara como profusas lágrimas de tinta. Denki no alcanzó a escuchar sus palabras a causa de la gritería en torno suyo, pero el padre Shigaraki posó una mano en el hombro del monje, del modo en que lo haría un hombre de Dios, y tiró de él para murmurarle algo al oído. Con la cabeza inclinada, el monje asintió varias veces en respuesta a sus palabras. Shigaraki apuntó al Bosque de Hierro; el monje asintió una última vez y montó en su corcel blanco. Denki volteó hacia el bosque y vio que Kōta, de diez años de edad, se interponía atónito en el camino del religioso, con sangre que descendía
por su mejilla mientras arrastraba una espada detrás de él. Salió disparado del montón de paja y cargó contra Kōta. El repicar de los cascos del Monje Gris era cada vez más ruidoso a sus espaldas.

-¡Denki! -exclamó Kōta y él lo jaló hasta la pared de una choza en tanto el monje pasaba con gran estrépito a su lado-. ¡No encuentro a papá! -añadió.

-¡Escúchame, Kōta! Ve al agujero del fresno y escóndete ahí hasta que anochezca, ¿entiendes?

Él intentó desprenderse.

-¡Papá!

Denki lo sacudió.

-¡Márchate lo más pronto que puedas, Kōta! ¡Ya me oíste! -le gritó en la cara y él asintió-. Sé valiente. Corre como lo haces en nuestras cacerías de zorros. ¡Nadie te atrapará!

-¡Nadie! -susurró como si se armara de valor.

-Eres el más rápido de todos -Denki contuvo las lágrimas porque no deseaba que partiera.

-¿Me alcanzarás allá? -preguntó suplicante.

-Sí -prometió-, pero primero debo buscar a Eijirō, mi padre y tu padre.

-Vi a tu padre cerca del templo -titubeó-. Lo perseguían.

Él sintió que la noticia le helaba la sangre. Lanzó una mirada al templo, en lo alto de la cuesta, y se volvió hacia Kōta.

-¡Tan rápido como el zorro! -le ordenó.

-¡Tan rápido como el zorro! -repitió él y se tensó al tiempo que dirigía furtivas miradas a izquierda y derecha. Los paladines más próximos estaban demasiado ocupados golpeando a un granjero renuente para reparar en él. Sin mirar atrás, cruzó en un segundo los pastizales hacia el Bosque de Hierro.

Denki se lanzó al camino y corrió al templo. Resbaló y cayó en el fango que los caballos y la sangre habían revuelto. Cuando se ponía en pie, un jinete emergió de un costado de una choza en llamas. Él vio la bola de hierro que se agitaba en la punta de la cadena. Intentó apartarse pero la esfera lo alcanzó en la base del cráneo con tal fuerza que lo arrojó por los aires hasta una pila de leña. El mundo se desbarató mientras Denki veía estrellas y sentía que un líquido tibio bajaba por su cuello y su espalda. Tendido en el suelo y rodeado de varas, vio que un arco largo
se partía en dos a su lado.

El arco roto. El cervatillo. El consejo. Puente de Halcones. Izuku.

Parecía imposible que apenas hubiese transcurrido un día. Conforme perdía el conocimiento, una idea lo asfixió de pavor: todo era culpa suya.

Maldito [DekuKami]Where stories live. Discover now