LA ESENCIA

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Amaneció como cualquier otro día en el valle  Adiv.  El conde Seo madrugó, como de costumbre, y ya paseaba por los caminos del valle con aire distraído. Su escuálida figura atravesaba los áridos campos de cultivo de los otros señores, tan pestilentes, tan oscuros, tan llenos de muerte. Atrás quedaron las historias seniles de su abuelo, donde todos los campos flirteaban con los sentidos resaltando sus vívidos colores y ofreciendo sus irresistibles aromas a quien quiera que pasase cerca de ellos. Las montañas que respaldaban el angosto valle ya no son aquellos gigantes de piedra que en cada historia parecían enorgullecerse de la belleza de sus faldones. Ahora son el marco perfecto para una escena de muerte y destrucción, la separación entre los aclamados cielos y nuestro suelo errante. Seo se paró, pensativo, observando la cara este del monte Yen desde el rincón del pensador. Los surcos de su rostro eran fieles testigos de la amplia experiencia  que llevaba consigo allá donde fuera. Sus ojos, a pesar de los años, brillaban como los de cualquier joven, denotando gran ilusión por todo lo que le rodeaba por fuera, mientras su esbelta figura se correspondía con la envidiable salud de la que gozaba en su interior.  En medio de un suspiro, tres sirvientes cruzaron el rincón, por detrás suyo, camino de los campos de la parte alta del Valle. Subían la cuesta cargados con calderos llenos de estiércol que, a buen seguro, les llevaría buena parte de la mañana extender por los terrenos de sus señores.


- Creedme, amigos. Este es el mejor estiércol que vuestro señor podrá ofrecer a sus tierras – decía orgulloso el que iba más adelantado.


- Eso mismo nos dijiste la última vez, y sus tierras siguen sin dar frutos comestibles. Todo lo que allí nace es alimento muerto, nunca conseguiremos sacar adelante los campos del señor.


- Yo confío en ti, espero que algún día todo vuelva a ser como antes, y el valle Adiv nos muestre los colores de los que una vez hizo gala.


- Eso son cuentos chinos, amigo – discrepó el segundo- el valle está muerto. Lo vieron nuestros padres, lo vemos nosotros, lo mismo nuestros hijos y nuestros nietos también lo verán. No hay salvación para la tierra muerta.


Los tres sirvientes continuaban su periplo sin advertir la presencia de Seo, que seguía observando la majestuosidad que el valle conservaba, a pesar de no ofrecer alimento alguno a sus habitantes, quienes debían mandar a los parajes más lejanos a sus sirvientes en busca de comida y otros víveres para seguir subsistiendo. Los que vivían en el valle, reticentes a abandonar la tierra que un día dio de comer a sus abuelos, sobrevivían empecinados en hallar la manera de revivir aquellas tierras malditas. Seo, que conocía sobradamente las peripecias no solo de aquellos tres maleantes, sino de todos los sirvientes del valle, tenía la certeza de que aquellas buenas intenciones no darían resultado. Aquel tipo tan optimista que subía camino arriba, se habría pasado las últimas noches cerca del bosque donde habitan los lobos recogiendo excrementos y fango para luego ofrecerlo a sus amigos asegurando que ese era el ungüento necesario para que sus tierras dieran los frutos deseados. Lo hacía cada semana, y cada semana encontraba a quien convencer de su remedio, aunque nunca lo conseguía. Pero la esperanza, que es lo último en perderse, llevaba a los otros sirvientes a darle una nueva oportunidad al ungüento mágico.


Saliendo de su meditación, Seo continuó camino abajo hasta la plaza, donde todos los señores se paseaban cada mañana barajando las posibles ofertas y demandas que se encontraban en el mercado. El valle Adiv era un orgullo para todos los condes y duques que, orgullosos, allí vivían. Testigos de una vida repleta de aventuras y despilfarro, la mayoría de los señores preferían retirarse a este remoto lugar a vivir sus últimos días en paz, alejados de  las contiendas y los enfrentamientos que estaban teniendo lugar más allá de las majestuosas montañas, esas que a Seo tanto le transmitían cuando cada mañana  detenía su paso al pasar por aquel rincón, donde recordaba cada una de las aventuras que la vida le había ofrecido más allá del horizonte. Los amplios condados y las campiñas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista quedaron atrás, sustituidas por el pequeño terreno que el valle ofrecía a cada uno de sus habitantes.  Los buenos recuerdos y la sabiduría de los señores se respiraban en la plaza, que vestía sus fachadas de los colores más vivos que jamás se han visto. Sus balcones, engalanados con plantas y arreglos florales eran testigo de la belleza que allí se encontraba. Los largos vestidos de las señoras, los altos y llamativos sombreros de los señores, las caballerías con sus mejores monturas y los riquísimos alimentos que, traídos desde todas las partes del mundo, hacían la combinación perfecta del buen gusto. La voz de los sirvientes se colaba entre los toldillos, dando testimonio de los víveres que allí se podían conseguir. Allí, a pesar de las apariencias, todos sabían la verdad.


- El valle nunca volverá a ser lo mismo. ¿Qué te parece? Hasta los confines de la comarca he tenido que enviar a mis sirvientes, con mis mejores caballos, en busca de algo que vender este trimestre.

- Mis sirvientes han viajado hasta la capital a buscar ayuda. Dicen que no enviarán a nadie. “El valle es lugar de señores y de señores es el deber de hacer que siga subsistiendo”. Siempre dicen lo mismo, no creo que vayan a traer ayuda.

- ¿En qué momento nuestros antepasados aceptaron el Gran Contrato? “Nunca faltará de nada a nadie de nuestra familia” rezaba al pie de dichas escrituras. No sabían que el futuro de sus hijos sería tan negro como sus tierras.

- No te falta razón. Ninguno de nuestros  sirvientes conoce el secreto para hacer florecer nuestros campos, ni saben los secretos de la alquimia secreta para producir los frutos que a todos nos gustaría tener en nuestra mesa... No creo que los abuelos de nuestros sirvientes fueran más inteligentes... Creo que el valle está maldito.

- Sigamos teniendo esperanza, pues es lo último en perderse.


Seo escuchaba en silencio. Paseaba observando los tapetes bajo los toldillos, donde los sirvientes se afanaban en vender un poco más y así agradar el buen ánimo de sus señores. Además de los exóticos alimentos, también ofrecían pasto para los animales, telas, artesanía y todo tipo de abonos y semillas mágicas que prometían cambiar el destino de las tierras del Valle. Aunque era de dominio público que nunca lo conseguían, siempre había algún optimista empedernido que confiaba en que ese sería la solución definitiva que cambiaría su suerte y la de sus tierras, y no faltaban los compradores empedernidos que volvían día tras día para probar todas aquellas maravillas traídas desde más allá de las montañas del valle.


Pasado el medio día, Seo volvía tras sus pasos camino arriba, con un saco en cada mano con varias frutas en cada uno de ellos. Le adelantaban otros señores, más ligeros de carga seguidos por sus sirvientes, quienes transportaban las compras de ese día. Al final del camino se encontraba su puerta, en la parte más alta. Seo dejó atrás la puerta forjada del huerto y entró en la casa vaciando los sacos sobre la mesa. Seo extrajo la esencia de cada una de las manzanas, plátanos, limones y demás frutas que había obtenido en el mercado, depositándolas cuidadosa y ordenadamente en los recipientes dispuestos a tal efecto en la parte subterránea de la estancia, a la espera de ser trasladadas el próximo año. Luego salió al exterior, donde los árboles frutales y las hortalizas se erigían hacia el sol coronando el valle en un campo reluciente de color verde, abrazado por unos muros enormes que protegían su esplendor de cualquier mirada indiscreta. Seo se acercó al árbol más grande, al fondo del huerto, que daba a la vera del rio y por lo que los muros eran más bajos, permitiendo disfrutar de las vistas. Al llegar al tronco, extendió la mano arrancando una suculenta manzana de una de sus ramas más bajas. Observando de nuevo la hermosa montaña, se sentó en el banco de madera de cerezo que su padre le había construido junto a aquel manzano y, disfrutando del aire fresco, disfrutó sonriente de su sabrosa manzana.

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