―Tengo muchos nombres, pero, la verdad sea dicha, no recuerdo cuál es el que me puso mi padre ―respondió con una sonrisa débil―. El nombre que más uso es Caicai...

Ethan frunció el ceño.

―¿Como la del mito mapuche? ―Ella asintió, ufana. Ethan hizo una mueca de desagrado―. No me gusta cómo suena en ti y no pareces una serpiente gigante.

―Es porque estoy de buenas, no provoques mi mal genio, humano ―replicó, coqueta y, a la vez, sorprendida por la indiferente actitud del hombre, cualquier otro estaría desmayado, no sin antes haber gritado como desquiciado―. Además, podrías morir de la impresión si me ves con mi forma reptil y te habré salvado la vida por nada.

Ethan rio flojo, no había diversión en su tono de voz.

―Ay, princesa...

―¿Por qué me llamas así? ―cortó Caicai... En toda su vida, solo una persona la había llamado de ese modo. Una opresión se apoderó de su pecho y un ligero anhelo se cernió en su alma.

―¿No eres la Pincoya? La hija de Millalobo, el rey del mar. Supongo que eso te hace ser una princesa ―respondió encogiéndose de hombros, no había muchas vueltas que darle.

Caicai se llenó de decepción, había olvidado ese sentimiento. Los primeros años en que buscó a Nawel vivía sumida en ese estado, luego se acostumbró a no ilusionarse. Décadas que no sentía el leve anhelo de que había alcanzado el objetivo de su búsqueda.

―Si lo ves de ese modo, entonces tienes razón... soy una princesa ―convino, sincera, intentando deshacerse rápido de esa amarga sensación―. Una princesa que te ha salvado, por cierto ―insistió.

―Lamento decepcionarte, princesa. Tu radar «salvador» debe estar descalibrado... Has salvado a un hombre muerto ―afirmó con acritud―. Creo que, al fin y al cabo, lo has hecho por nada... Cáncer al colon ―especificó luego de un par de segundos ante el mutismo de ella. Era la primera vez que confesaba el peso de su carga a otra persona que no fuera un doctor―. Según el último oncólogo, me quedan unos cinco meses de vida como máximo. Su diagnóstico coincide con el de los cuatro especialistas a los que consulté antes que a él.

―Lo siento mucho... ―logró responder Caicai. De verdad era una lástima, ese hombre desprendía fortaleza. Probablemente, si él estuviera sano, sería un hombre increíble.

Ethan esbozó una sonrisa triste. Era una ironía hablar con una extraña de su padecimiento. Sabía que inspiraba lástima, pero no le molestaba si venía de parte de ella.

―El dolor se vuelve cada vez más insoportable y apenas tolero la comida... ―agregó―. Por eso hice lo que hice. Quería morir antes de que mi vida ya no fuera vida... No concibo la idea de morir postrado, sin voluntad e inconsciente de todo por la morfina... esperando que algún desconocido sienta lástima por mí y me dé una piadosa dosis letal...

―La crudeza de tus palabras me hacen pensar que no tienes a nadie que llore tu partida ―conjeturó la nereida, sintiendo que ella lo lloraría cuando llegara ese momento.

―No. Nadie. Pero es mejor así... ―afirmó como si quisiera convencerla, intentado sonar más seguro de lo que se sentía―. Solo quería hacer las cosas a mi manera. Recorrer esta isla, es lo que siempre he soñado hacer, y encontrar una forma digna de morir... Debo reconocer que cuando caía me llené de miedo... mucho, mucho miedo, casi arrepentido...

A Ethan se le quebró la voz, dos goterones cayeron de sus ojos y ahogó un sollozo. Se aclaró la garganta para conservar algo de su orgullo intacto.

Con esa afirmación, Caicai comprendió el llamado de ese hombre, estaba decidido a morir, pero, a la vez, quería seguir viviendo. Eso era lo que los hacía humanos, aferrarse a la vida hasta el último minuto, incluso si habían decidido ponerle fin a ella.

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