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Tras la caída de los Iluminatis y Satán, el mundo conoció relativa paz. Los exorcistas se vieron obligados a poner un orden nuevo a las cosas, incluso viéndose orillados a usar exwires a falta de suficientes profesionales. Era conocimiento de todos que habían sido los engendros de Satán quienes lo habían destruido; la gente no tenía problema con saber que el menor de los dos seguía por ahí, pues él era un simple humano, sin embargo, se sentían ciertamente preocupados de que el heredero directo de poder del rey de Gehena estuviera libre.

Supuestamente, estaba siendo vigilado de cerca por el vaticano y por la cabecilla de la sede japonesa, de donde era originario, pero ni así las personas se sentían seguras. ¿Cómo sabían que no haría lo mismo que su padre? Seguramente era un demonio aterrador, de aspecto espantoso y carácter horrible. Debía ser una mente criminal excepcional, malvado y sin compasión alguna. ¿Cómo podían dejar a alguien con esas características caminando por las calles infestadas de personas inocentes y vulnerables?

Suguro veía la pierna de Okumura agitarse ansiosamente mientras se encontraban sentados uno junto al otro en el tren de camino a Kioto. Sus ojos oscuros subieron hasta fijarse en el perfil del otro muchacho que observaba por la ventana en un intento de calmarse; estaba callado y eso era sin duda algo inusual.

Sus superiores les habían permitido un par de días de descanso y, después del caos que se había desatado, querían pasar un momento de tranquilidad lejos de todo problema. Los tres chicos de Kioto habían optado por visitar a sus familiares en su tierra natal y, tras anunciarles esto por teléfono, se vieron en la necesidad de invitar a Rin, Shiemi e Izumo. Por supuesto, también incluyeron a Yukio, pero éste negó el ofrecimiento y se quedó en la academia.

Era un invierno frío, aunque aun no nevaba, y esto obligaba que los jóvenes se cubrieran con gruesas prendas de ropa. Okumura tenía una temperatura corporal elevada para una persona; a Kuro le agradaba aquello, siempre acurrucándose entre las ropas del medio demonio para dormir un buen rato, a veces ronroneando con satisfacción.

A pesar del nerviosismo en el muchacho de ojos azules era palpable para él, Ryuji no sabía qué decir o hacer al respecto, quedándose pasmado en su sitio mientras veía la ventana empañarse cuando la frente la tocó. La verdad es que también se sentía inquieto y preocupado por lo que traería ese viaje a Kioto, pero no servía de nada. Solo debía atenerse a las consecuencias de sus actos. Nada más.

Llegaron tras un par de minutos más a la posada que era propiedad de los Suguro. El castaño fue el primero en ingresar, seguido del teñido y el joven de lentes, anunciando su regreso a casa con voz fuerte, llamando la atención de los demás presentes en la residencia.

—Chicos— saludó la amable madre de Ryuji que los recibió en la entrada—. Bienvenidos a casa.

—Lamentamos la intromisión— se disculparon las dos féminas y el medio demonio, haciendo una reverencia suave.

—Oh, no lo mencionen. Son bienvenidos cuando quieran, ¿de acuerdo? Pasen, pasen, hace bastante frío allá afuera— Shima se apresuró a retirarse el calzado, abrazándose a sí mismo para caminar hacia la sala principal, seguido del resto—. Les traeré algo caliente de tomar. Pónganse cómodos.

—Muchas gracias.

Se acomodaron alrededor del kotatsu, quitándose algunas prendas de ropa para no exceder su temperatura corporal.

Al sacarse el gorro de lana negro, los cabellos claros de Rin aparecieron desordenados, cayéndole sobre la nariz y los ojos, ocasionando que Moriyama comenzara a peinarlos con sus delgados y cuidadosos dedos.

La puerta adyacente se deslizó, dejando pasar a Tatsuma y Torako. El primer mencionado llevaba una bandeja de madera decorada que depositó sobre la mesa, mostrando numerosas tazas con té humeante.

El hijo de SatánWhere stories live. Discover now