Días de lluvia

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Lo sé.
Lo noto.
Se avecina una tormenta.

~La tienda. Stephen King.

A los quince años trabajé en un rastro matando pollos. El señor Huerta, que era dueño del lugar, creía que no tenía la vocación para ello y mucho menos la fuerza. Recuerdo su rostro lleno de drama y desdén cuando le pedí trabajo. Me miró directamente a los ojos, dibujó una media sonrisa sobre su rostro, tomó un pollo y le torció el pescuezo: rápido, ágil y rítmico. Creo que él también recuerda mi rostro de perversión cuando lo hizo. Sin pensarlo, tomé a otro ingenuo pollo y le torcí el pescuezo en un tiempo mucho más breve que él. Entonces, sin decir palabra alguna, me dio el trabajo.

Cada día me levantaba a las cuatro de la mañana, salía de mi casa y caminaba aproximadamente veinticinco minutos para llegar al rastro. Después tenía que esperar alrededor de media hora en lo que llegaba el camión con los pollos y entonces comenzaba mi trabajo. Tenía que ser frío, hostil, perverso; mirar a los pollos sin tratar de transmitirles su destino y matarlos de una manera rápida. Pollo tras pollo iban cayendo. Después de tres horas de trabajo difícil, tenía que despedazar algunos pues eran la comida de los perros del señor Huerta. Esa sí era la parte más laboriosa y asquerosa del trabajo. Sin embargo, el señor Huerta siempre me felicitaba. "Eres bueno, hijo, ésta es tu vocación" decía constantemente mientras me miraba despedazar pollos y dárselos a sus perros. En algunas ocasiones despedazamos pollos juntos, como padre e hijo. Aunque debo aclarar que nunca sentí un cariño hacia él, me daba pavor la manera en la que me miraba trabajar. Después supe que ese mirar era característico de él.

A mis padres nunca les agradó el trabajo que tenía, lo consideraban una especie de paso hacia el infierno o hacia quién sabe dónde. El punto es que les daba miedo que trabajara en el rastro, lo que nunca les dio miedo fue el dinero que les daba cada fin de semana. A veces estaba manchado de sangre o traía pedazos de órganos, pero nada grave. Pronto mi madre comenzó a mirarme de una manera extraña, terrible, como si me desconociera.

Aquello no me importaba, aunque sí me incomodaba verla, por lo que comencé a trabajar más tiempo en el rastro; me la vivía allí días completos o semanas enteras. Aquello trajo ganancias al lugar y a mi bolsillo. Pronto pude comprarle a mi madre algunas cosas que soñaba desde hace mucho, como ropa, alimento más sano, aparatos electrónicos y más. A mi padre lo mantenía feliz comprándole sus cigarros. Debo decir que fueron los años más productivos de mi vida.

Recuerdo que existían pollos, sobre todo los más grandes de edad, que me resultaba escalofriante matar. Tenían en sus ojos un brillo seductor, como si supieran el placer con el que hacía aquella labor. Con ellos me tardaba más tiempo, ya que me pasaba un buen rato mirándolos y reflexionando en si hacia bien o no. Esos días, en lo que debía matar a los pollos más grandes, de brillo en los ojos, eran días de lluvia. Siempre terminaba llorando. Al final terminaba despojándolos de su vida, pero el proceso era más doloroso. Era bueno, realmente bueno en lo que hacía.

Después de haber tomado experiencia, el señor Huerta me llevó con pollos aún más grandes. Esos pollos sí se defendían, tenían carácter, aunque realmente no podían hacer mucho pues estaban desnutridos. Aprendí nuevas técnicas, nuevos movimientos y adquirí una agilidad que ni yo mismo puedo expresar. Llegaba, miraba a los pollos directamente a los ojos, tomaba un cuchillo o una navaja y comenzaba a desplumarlos y a cortarles el pescuezo. Así, sin pensarlo mucho. Después de varias horas terminaba y tenía que limpiar el lugar pues la sangre manchaba las paredes y la paja. Sin embargo, a pesar de que la experiencia me había enseñado técnicas más precisas y rápidas, seguían siendo días de lluvia.

El señor Huerta era un ser raro, extremadamente raro. No lo digo por el tipo de trabajo que tenía, pues era muy común en esos entonces. Lo raro de él eran los nombres o, más bien, la forma en la que se dirigía a las cosas; por ejemplo, le llamaba perros a sus hijos y pollos a la gente que matábamos. Cuando los ahorcábamos hasta dejarlos asfixiados, él decía que era "torcer el pescuezo". Nunca lo contradije y de hecho se me pegó su forma de hablar. Pero eso no quita que el señor Huerta era un ser extremadamente raro.

Matar pollos o, más bien, gente, fue un trabajo que realicé por más de diez años hasta que tuve problemas con el señor Huerta. Un día me pidió que matara unos pollos ya viejos, que le habían llegado el día anterior. La idea realmente no me gustó mucho pues imaginé mis manos en el cuello de los ancianos y la forma tan gelatinosa en cómo se moverían pidiendo esperanza, y debo decir que me dio asco. Insistió por más de una hora y accedí. Cuando me llevó a ver a los pollos me topé con que eran mis padres. Miré al señor Huerta directamente a los ojos y le dije que aquello sería lo último que haría, que debía pagarme más y darme una liquidación. Accedió. Aquel día también fue día de lluvia.

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⏰ Last updated: Dec 26, 2020 ⏰

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