Negligencia u olvido. Tal vez una fuerte suma de dinero, ese detalle nunca saldrá a la luz pública y será enterrado entre la miseria que corrompe la justicia. A Roger no le fueron practicadas las pertinentes pruebas de alcohol y estupefacientes en sangre, o quizá desaparecieron en una cadena de custodia más preocupada por asegurarse un buen soborno que de guardar las pruebas a buen recaudo. No encontraron testigos en el lugar del accidente.

Para el prestigioso abogado, socio principal de Mears & Asociados, vencer aquel litigio fue una tarea sencilla. RG Mears terminó absuelto por falta de pruebas y con una paga de dos mil dólares mensuales, cortesía del Estado. «Un trágico final para una joven estrella del baloncesto universitario». Titularon los periódicos deportivos. Qué ironía.

No hubo justicia, era cierto, todos los involucrados en el accidente estaban muertos mientras Roger seguía libre; aunque creedme cuando os digo que sus demonios lo atormentaban de tal forma que su vida se había convertido en la peor de las pesadillas.

Desde la fatídica noche del accidente, el mundo se desmoronó sobre su espalda y la presionó hasta partir en dos la columna vertebral de su existencia.

 Las secuelas se transformaron en lesiones crónicas, invisibles para el ojo humano pero que le incapacitaban para jugar al baloncesto profesional. Roger sufrió durante seis duros meses en un centro de rehabilitación de alto rendimiento. Los días se hacían eternos encerrado en el gimnasio. Luchó hasta la extenuación con el objetivo de recuperar sus piernas, pero sólo obtuvo como recompensa el rechazo amable y los buenos deseos de los mismos equipos que, apenas un año antes, habían suplicado y puesto cheques de siete cifras sobre la mesa para que se incorporara a sus plantillas. Durante ese periodo de tiempo, Roger desarrolló una ligera adicción por la Vicodina, un potente calmante para el dolor.

Su padre quiso tenerlo cerca, o al menos esa fue su intención, y Roger se trasladó a la casa familiar ubicada en un barrio residencial de Capital City. Pero allí nunca terminó de acomodarse. Su vida se había desmoronado y las imágenes del accidente se sucedían, una y otra vez, en su atormentada y castigada cabeza. Roger necesitaba de una ayuda externa para intentar calmar a sus demonios, y decidió ahogar sus penas en alcohol. Poco tiempo después de concluir la rehabilitación con un rotundo fracaso, su mejor amigo ya era un líquido oscuro resguardado en una botella de cristal, con etiqueta negra y de nombre Jack, que le ayudaba a mitigar el dolor, y que aderezaba con Vicodina para apaciguar a sus demonios.

El señor Mears, siempre de viaje por temas de negocios, apenas disponía de tiempo para preocuparse por la salud de su hijo. A Eveline, su madrastra, apenas unos años mayor que Roger y acomodada en la lujosa vida de la alta sociedad de Capital City, le repugnaba tener a un alcohólico depresivo dando tumbos por la casa. Roger no era una presencia agradable para sus amistades, que acostumbraban a poner muecas de repulsa y desprecio cuando iban a tomar el té de media tarde y se topaban con él.

—No quiero ver más a ese drogadicto en casa —escuchó a la esposa de su padre conversar por teléfono.

Roger no pretendía ocasionar problemas en el matrimonio de su padre, a fin de cuentas el gran abogado nunca estaba en casa y la relación con su madrastra empeoraba cada día. Por el bien de todos, decidió mudarse a otro lugar: un sitio más tranquilo donde poder desarrollar sus adicciones sin perjudicar a terceras personas.

La indemnización que cobraba del Estado le permitía vivir con cierta comodidad, así que buscó un apartamento decente próximo al Distrito Financiero, y allí trató de llevar una vida tranquila y sin causar problemas a sus allegados. Pero a medida que las hojas del calendario se desprendían, sus demonios le atormentaban con más asiduidad: no era extraño ver a Roger entre lágrimas aderezadas con un 40% de alcohol, pedir disculpas a Louis, a las chicas, al matrimonio pero, sobre todo, a los niños cuyas vidas sesgo tan temprano. La culpa era una losa pesada de la que no lograba desprenderse. Deseaba olvidar y se odiaba a sí mismo, mientras su angustia mental crecía a un ritmo feroz y amenazaba con destruir en pedazos su cordura.

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