Grita y gime por ErzengelEds

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Camile respira violentamente. Mira hacia abajo y se estremece. Todo su cuerpo se sacude por los espasmos. No puede reaccionar, no es capaz de obligarse a sí misma a desviar la mirada y tranquilizarse.

En algún lugar, alguien debe de estar escuchando su llanto. Alguien vendrá a ayudarla. Sólo le queda esa esperanza.

Estrechando su espalda contra la pared, se deja caer y apretuja las rodillas contra su tórax. Esconde el rostro tras sus pálidas manos y ahoga un grito de desesperación.

No sabe cómo llegó allí, a penas recuerda haberse dormido bañada por la luz de la luna que se colaba por el ventanal de su cuarto. El cálido saludo del sol de la nueva mañana le trajo esta sorpresa.

Los nervios comienzan a roer la poca fuerza que le queda mientras intenta dar respuesta a lo que sucede. Esto no puede estar pasando. No, es imposible.

El ruido de los autos que circulan por la calle, decenas de metros más abajo, es suficiente para cubrir su grito. Las cuerdas vocales se fuerzan al límite cuando desvía la mirada y descubre que no hay manera lógica para bajar de aquella azotea y alcanzar la seguridad del suelo.

No muy lejos, Annie parpadea una, dos, tres veces. Le cuesta asimilar lo que sus ojos presencian. Rojo, naranja. Brillante. Muy, muy brillante. Y Doloroso. Muy doloroso.

Sus labios juegan a temblar débiles en una danza sin música. Un titubeo. Una duda. La negación absoluta. Las uñas le sangran a causa de los mordiscos nerviosos, podría incluso llegar a dejar sus dedos en huesos limpios si acaso eso la librara de esta situación.

Stephanie, en tanto, reacciona de golpe. La sensación de haber caído de un 7° piso recorre su cuerpo mientras enfoca la vista y trata de ubicarse.

El lugar en penumbras da muestras de notable abandono. Las paredes derruidas por el tiempo y la falta de pintura, los pisos cubiertos de polvo. Un olor desagradable le causa ardor y la obliga a cerrar los ojos varias veces.

Percibe sus ropas humedecidas, empapadas en el mismo líquido que rodea toda la zona donde se encuentra sentada. Está en el suelo, apoyada contra un mueble de madera. No puede quitar los ojos del fluido oscuro que la envuelve: el óxido aroma que la lastima proviene de la misma fuente de su preocupación.

Sus manos carecen de vida sobre su regazo: dos grandes y profundas heridas se dibujan en cada muñeca. Stephanie no soporta ni un momento más y rompe el silencio con un agudo grito.

En una habitación en penumbras, sólo las luces de varios monitores iluminan el lugar. Parpadean y regalan imágenes en blanco y negro. Él no precisa sonido para comprender las escenas que está mirando.

Recluidas en sus habitaciones, atadas de manos y pies, cinco jóvenes se retuercen y agonizan bajo los influjos de una droga experimental.

El Doctor quiere fama. Ansía el reconocimiento mundial. Su tratamiento exclusivo para eliminar las fobias es el camino a la gloria.

¿Qué importa el sufrimiento de algunos pacientes? El fin justifica los medios. En todo caso, ya los familiares cercanos firmaron los permisos de consentimiento. Ellos aceptaron. Él simplemente se limita a ejercer la medicina como prometió.

En el camino, analiza el comportamiento y la reacción de cada muchacha, la tolerancia a las situaciones que ha simulado en sus pensamientos y el límite al que son capaces de llegar: todo se traduce al cambio de los signos vitales. Cuando aprendan a controlar los miedos, se calmarán y la droga abandonará sus cuerpos sin dejar rastro.

Si disfruta siendo testigo del proceso, eso ya es otro asunto. Un premio agregado a la idea de saberse alcanzando el reconocimiento que busca desde hacer tanto.

De pronto, los monitores se apagan y el Doctor intenta buscar el interruptor de la luz al tiempo que grita llamando a los guardias y enfermeros. Necesita confirmar que las pacientes están bien. Corroborar que todo marcha como lo espera.

El sonido de la puerta abriéndose lentamente lo hace estremecer. Sigue a oscuras. El apagón debe ser generalizado. La puerta se cierra y una risa histérica silencia al Doctor. Conoce ese sonido perfectamente.

—Ay, Arthur, ¡qué glorioso se siente verte así! Palpar el miedo en tu rostro no tiene precio —la voz aguda rompe en carcajadas.

El Doctor sigue sin hablar. No piensa forzar ciertos límites. No aún.

—Arthur, Arthur... creíste que podías salirte con la tuya. Que nadie tendría jamás las agallas para enfrentarte. Fíjate bien, estabas muy equivocado.

Un golpe directo al estómago del Doctor lo lanza al suelo. Otro golpe, esta vez en el rostro, y la sangre marca presencia escapando por su nariz fracturada.

—¿No te cansas aún? Karen murió a los gritos, pensando que una araña la devoraba. Mady se ahorcó esperando escapar del terror de la azotea donde se creía atrapada. Y sigues aquí, ahora con nuevas inocentes, infelices que creen que podrás sanarlas.

El Doctor se desplaza, buscando alcanzar la pared más cercana. Necesita hacer sonar la alarma de emergencia. Su oponente adivina el intento de escape y lo derriba de una patada.  

—No, no, Arthur. No queremos que lleguen tus amigos. No queremos que te rescaten. Hoy me voy a cobrar los años de maltrato, voy a vengar las muertes innecesarias y liberar a esas chicas antes de que lleguen al final. No importa cuánto modifiques esa maldita droga, siempre tendrá un efecto dañino, ¿lo sabes?

El sonido de un cuchillo cortando el aire estremece al Doctor. El impacto se siente segundos más tarde: un tajo profundo le recorre ahora el pecho. Unos centímetros más arriba y estaría degollado, en el suelo.

—Quiero oírte gritar, Arthur. Pide clemencia, discúlpate, lo que quieras. Necesito tus gritos.

El Doctor niega con un movimiento de la cabeza. No va a darle a su captor el gusto de escucharlo gemir.

La risa histérica inunda la habitación una vez más.

—Ay, Arthur. Te regodeabas cuando me oías llamarte, cuando escuchabas que pedía tu auxilio. Creías que me estabas haciendo un bien. Me tomaste de conejillo de indias y ahora ni siquiera buscas salvarte… sabes que no me detendré, ¿verdad? Sí, me conoces perfectamente.

El aire se corta una vez más y el cuchillo penetra por debajo de las costillas. El Doctor se muerde los labios, guardando el grito que no piensa liberar.

—Te va doler, lo prometo. Y vas a gritar, eso lo juro. ¿No te sorprende verte sin ánimos para hacerme frente? Yo también sé usar drogas, Arthur. Aprendí del mejor, claro está.

Las luces se encienden mientras el Doctor contempla extasiado el rostro de curvas suaves y cabellos rubio que lo mira con repugnancia. El odio va grabado en aquellos ojos. Determinación absoluta y demencial.

—Vamos, grita y gime un poco y te dejaré morir rápido. O permanece en silencio y te torturaré por horas… tú decides, papá.

 Fin.

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