Prólogo

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Al sur del Nuevo Mundo. Cuando este era joven.

La nereida cayó al suelo dando un golpe seco. El dolor inclemente se propagó en todo su cuerpo como una oleada furiosa y demoledora. Un desgarrado alarido rompió su garganta en medio de la tormentosa noche. El viento frío silbaba trayéndole el olor salitre del mar.

Intentó ponerse de pie, mas sus fuerzas flaquearon. Debía levantarse por Nawel, el humano al que amaba, y por Leftraru el hijo que habían engendrado, el cual era apenas un bebé. La nereida rogó a los dioses que los protegiera, que estuvieran a salvo. Sus dedos se aferraron a la tierra húmeda, era poco el poder que podía extraer de su elemento, el agua.

Un pie aplastó su mano sin misericordia y la nereida sintió cómo sus huesos crujían. No quiso gritar otra vez, apretó las mandíbulas acallando su tormento y comenzó a resollar de ira, tristeza, dolor, desesperación y frustración.

¡Maldito Zeus! ¡Maldito fuera!

―¡Has osado mezclar tu sangre ancestral y divina con la de un sucio humano! ―tronó la voz profunda del dios del rayo. La miraba desde arriba con desdén. Retiró su pie, no sin antes dar un último y humillante pisotón―. Has mancillado el linaje de tu venerable padre. Nereo estará hondamente avergonzado de su hija.

―No sea un hipócrita, «oh, gran señor» ―ironizó la nereida. Ni siquiera en el peor momento desaprovechaba la oportunidad para escupir su rebeldía ante el rey de los dioses―. Usted ha tomado a cuanta humana ha deseado, sin importar su voluntad. Ha mancillado a seres puros con su irrefrenable y deshonroso deseo.

―Tú no eres la reina del Olimpo, el yacer con humanos es un privilegio del que solo goza tu regente ―respondió. Para él, ese era el orden natural de su mundo, en donde las reglas que él imponía para los demás, no aplicaban para su persona―. Como deidad menor podrás regir en el Nuevo Mundo, mas eso no te otorga ningún privilegio. ―Resopló burlón―. Ni siquiera tu pueblo nos rinde tributo cómo se debe. Su adoración es una pobre imitación del pueblo griego.

―Esta es mi tierra ―respondió la nereida―. Yo veré cómo me tributan los *lafkenche. Para mí es suficiente con su respeto.

―Eres una nereida, no una diosa. Tu poder no es suficiente para doblegarme ―rebatió con sorna―. ¿No te das cuenta de que eres un ser inferior?, ¿o quieres que vuelva a darte una demostración de lo poca cosa que eres?

La nereida no contestó. Había sido derrotada. Fue iluso de su parte pensar que el poder del dios del rayo iba a menguar en las costas del Nuevo Mundo. El error lo estaba pagando demasiado caro. Zeus era poderoso, implacable.

Ella llevaba siglos en esas costas, donde los habitantes de ese lugar la llamaban Caicai-Vilú, la gran serpiente marina. Esa era la forma que usaba para presentarse ante ellos y demostrar su poder. Propiciaba que las pescas fueran abundantes, protegía a los náufragos, y calmaba las aguas de ese vasto y frío océano, para que los lafkenche pescaran sin peligro.

Eran un pueblo hermoso, que vivía en armonía con la naturaleza. A la nereida le gustaba estar con ellos, incluso mezclarse y tener una vida ordinaria, haciéndose pasar por una joven huérfana. Así conoció a Nawel. Él era el Werkén de la comunidad, hombre de confianza y mensajero personal del Lonco, el cabeza de la comunidad, de quien también era su hijo menor. A medida que su amor echaba raíces en sus corazones, la nereida tuvo que confesarle su secreto. Él la amaba, tanto que no le importó el origen divino de la nereida, aun sabiendo que su tiempo juntos era finito. Sus almas y sus cuerpos se habían enlazado en una sagrada unión, proclamando un juramento inquebrantable. Al poco tiempo nació Leftraru, el fruto de su vínculo sagrado.

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