パリ

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—¡Te lo imploro!

Con el artefacto pesado elevado a una altura considerable y el clavo sobre la piel abierta, el eco de auxilio resonaba como las campanas de una iglesia en misa plena.

—No... no... ¡NO!

El martilleo constante se asimilaba a las olas contra la costa, claras y castas. Un toque sonoro que entumecía cada partícula de la arena blanca bajo los pies. Un verdugo cruel que ajeno es a la benevolencia. El placer desbordante que le genera mancharse las manos con su propio desastre no se compara con nada que hayan imaginado sus víctimas.

Sin humanidad, no existe la clemencia.


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En los tiempos que el viento acaricio mi rostro, y el torrente sanguíneo entre mis venas era calmado, nunca esperé contemplarme a mí mismo plasmando sobre una hoja mi desesperada decisión. Mi infortunado pasado, mi entristecido presente. El pavor que recorrió como una ráfaga de arena cada centímetro de mi cuerpo menudo y ahora cansado. Aquella mirada perdida en el placer de mi piel atada a una cadena. El bermellón furioso que cubrió a su paso todo, dejando ante la vista una rosa mortal con sus pétalos caídos en un escenario tenebroso. En mi memoria aún persiste, y soy capaz de asegurar ante todo espectador que aquella mirada, incomprensible y delirante, acompañara mi alma como una daga incrustada a mi espalda toda mi efímera existencia.

Las desesperadas circunstancias requieren de una  desesperada decisión, pero en mi caso todo parecía tener un orden a seguir. Uno que ignore hasta el final, segado por la esperanza aferrada a la luz.

Había pasado el verano, llevándome a mi antiguo pueblo a las afueras de Paris en compañía del otoño y la brisa seca. Me esperaba mi regocijada madre en compañía de su amado esposo y mi pequeño hermano, Taehyung, la pequeña motita de castaños cabellos entre sus brazos.

—¡Has llegado!, ¡menudo susto me has dado al llegar así de la nada!

Había dicho mi madre entre lágrimas de alegría que ensombrecían las ojeras que parecían dos nubes negras bajo sus fanales almendradas. El brillo que permanecía en la iris de sus ojos era algo que no se opacaba por nada que pasara a su alrededor. La ansiedad embriagadora que me consumía con los parciales de cada año no se compara con el sentimiento pulcro y no saciado de la culpa en mi encogido corazón. Me prometí a mi mismo, mientras me envolvía entre la calidez de los brazos de la mujer que me había criado que aunque el tiempo fuese contando, me encargaría de hacerlo valer. Momentos que de su mente no se borrarán, y al reparar en ellos sonriera.

—Anda, entra a la casa, te vas a resfriar.

La calidez en sus palabras eran como el sol en primavera, llena de gracia y dulzura. Me sentía como una flor, alagado por el sol.

La familiaridad de cada retrato colgado en la pared me atraía a mi niñez, recordando cada verano que pasaba con mamá. Papá solía darme una mesada y con ella en el bolsillo me encaminaba al avión hasta aterrizar y tomar el transporte de la ciudad hasta sus afueras, donde las arboledas gozaban de una apariencia vivaz y encantadora. La separación de mis padres no había perforado en mi alma inocente e ignorante. Todo era como lo recordaba, las horas de platica en el teléfono por parte de la hermana de mi madre y el calendario tachado acorde a la fecha. Lo único que para mi se plasmó como una casualidad, extraña y no adaptada, fue que tocasen la puerta a la hora de la cena.

—Yo abro —se ofreció Michael, el esposo de mamá que, en lo personal, tenía todo mi respeto.

—¿Visitantes? —inquirí curioso mientras rozaba la copa de vino contra mis labios agrietados. Michael escogía siempre el mejor de su viñedo, tan dulce como embriagador y mejor aún, sin alcohol.

♱ ʰᶤᵈᵈᵉᶰ║𝖦𝗎𝗎𝗄𝗆𝗂𝗆 ☻Where stories live. Discover now