Hechizo

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Llegó tan radiante y hermosa como siempre, sólo que ésta vez era diferente. Su cabello se tornó oscuro, el característico color blanco de su ropaje había desaparecido, reemplazándolo un nauseabundo color negro. Su piel brillaba aún más, haciéndola lucir muerta. Y es que lo estaba por dentro.

Fue directo al grano, no perdió el tiempo. Se plantó frente a los reyes de ese sucio lugar, explicó el por qué de su visita. Y aún insatisfecha por el odio que recibía, observó la pequeña cuna adornada de flores, ya sabía por dónde atacar. El más pequeño de los Westergård.

—Al cumplir los veinticinco años de edad, el corazón de su último hijo concebido se volverá de hielo sólido, condenándolo así a una vida llena de apatía y egoísmo, matándolo en vida... A menos que... –lo miró con altanería y cinismo–. Supliques por piedad —le dio una maléfica sonrisa de lado.

Su esposa se limitaba a observarlo con los ojos inundados en lágrimas y el corazón roto.

—Un rey no suplica por piedad —atacó él, con las manos hechas puño por el enojo.

—Pero un padre sí, si es que te importa el futuro de este mocoso —arrastró la cuna donde el bebé posaba tranquilamente dormido con su magia azul. La reina gritó aterrada cuando la vio cargar a su bebé.

—Por favor... –la mujer de larga cabellera roja se puso de rodillas, arrastrándose hasta el final del vestido de Elsa, llorando en sus tacones de cristal con un sentimiento profundamente triste y gris que sólo una madre sentiría ante la posible perdida de su hijo–... Te suplico piedad por mi bebé —dijo alto y claro, para que ella y todo el reino pudieran escuchar.

La doncella volvió a verlo, aún con una sonrisa. Le haría pagar todo el dolor que le provocó a su pura e inocente alma llena de amor y bondad.

—Sólo faltas tú, querido Hilbert –por si fuera poco, descubrió un poco el rostro del bebé que tenía en sus brazos, tan pelirrojo y pecoso como su madre, pero con aquellos verdes ojos y la mandíbula triangular que su padre le heredó–. Pobre chiquillo, si no fueras la misma imagen de tu padre, quizás no estarías así, qué pena —la manta que cubría el cuerpo del pequeño comenzó a cristalizarse, mostrando que la bruja estaba usando sus dones invernales en él.

—¡Detente! —gritó el rey, renunciando al fin a su dignidad y superioridad. Pues ella había ganado.

Se acercó a ella, se arrodilló alado de su esposa, y viéndola desde el suelo, exclamó: —Te suplico piedad por mi hijo.

El hielo desapareció.

—Buen chico –,pronunció juguetona–... Si eso es lo que quieren, sólo un acto de amor de verdad logrará salvarlo a él y al mundo de la destrucción, nada ni nadie podrá revertir este hechizo, la respuesta está en sus manos —alzó al niño, poniéndolo a la altura de su rostro, éste y apenas podía enfocarla, era muy pequeño todavía. Lo acercó a sus labios, y le otorgó un beso en la frente. De ahí nació una estela azul, que fue recorriendo todo su cuerpo hasta terminar en sus pies. El hechizo ya estaba completo.

Se lo entregó a su madre, que lloraba desconsolada.

—Así podré estar en tu mente toda tu vida, tal y como me lo prometiste, querido Berty —susurró Elsa, culminando con la revelación de un amorío entre ella y el mismísimo rey.

Se dio la vuelta, regresando por donde se había venido, dejando a su paso una fina capa de escarcha. Recién atravesó el marco, las puertas se cerraron.

Hans Westergård, el más pequeño de todos, había pagado las consecuencias de un acto tan ruin como el que hizo su padre. Y no había salvación. Porque el amor en esa familia no era real, una simple máscara para estar a la altura de todos, pero con lo que acababa de suceder, su reputación estaba por debajo del suelo.

Qué pena, pensó Elsa cuando regresaba a su castillo de hielo.

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