Reflejos

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—¿Preparada para un nuevo día, bicho raro?

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—¿Preparada para un nuevo día, bicho raro?

—Seguro que sigue durmiendo, no tiene nada mejor que hacer.

—A mí se me ocurre una cosa...

—¿Qué, Isabella?

—Quitarse de en medio. Nos haría un favor a todas.

Me tapo la cara con la almohada, en un vano intento de dejar de oír las burlas de mis compañeras.

—Dejadme, por favor—suplico con las lágrimas resbalando por mis huesudas mejillas.

—Mira, la fea durmiente sabe hablar.

—Nos vamos a desayunar, bicho raro. Será mejor que no te veamos por ahí.

El llanto va en aumento y lo silencio apretando mi rostro contra la almohada. Ejerzo tanta fuerza que la presión me duele y al cabo de unos segundos, me corta la respiración. Trato de continuar así, es decir, impidiendo que a mis pulmones llegue el tan preciado oxígeno, no obstante, acabo rindiéndome. Como siempre.

Ellas tienen razón. Soy un bicho raro, cobarde, lamentable. La última elección del orfanato Lestrange. Nadie me querrá y mucho menos me escogerá por encima de mis compañeras. Todas perfectas. Moldes calcados pese a sus distintas y trágicas procedencias.

No soy como ninguna y no sé si puedo sobrevivir aquí dentro con ello. Me levanto a trompicones, recriminándome por haber sido tan estúpida y medrosa. Camino descalza a lo largo de la habitación. Del cuarto donde me separan de los "normales". Me siento en el suelo y saco de debajo de mi ropero, un cristal. Un retazo de un espejo antiguo, siendo exacta. Miro mi reflejo y como ya viene a ser costumbre, desconozco a la adolescente que refleja. Mi piel está bronceada aunque en este recóndito edificio de ventanas empañadas no se reflejen los rayos de sol. Mis ojos, dependiendo de la iluminación, bailan entre el dorado y el marrón. Una cicatriz traza una línea sinuosa desde mi ceja derecha hasta la oreja del mismo lado. Da un salto y prosigue en mi cuello, curvándose y finalizando en el hombro. Zona en la que también poseo pecas y moratones. Estos últimos son cortesía de las chicas del orfanato.

—No seas holgazana, Taylor. Hora del desayuno—la directora del centro, Daisy, habla tras la puerta.

—No tengo hambre—niego mientras que me levanto y abro el armario.

Me paro frente a él, analizando la ropa. Solo hay un uniforme que consta de una camisa celeste abotonada y unos pantalones grises, en mi caso rotos y desgastados gracias a las trastadas de las que he sido víctima.

—No seas desagradecida. Baja y desayuna ¡Inmediatamente!

Suspiro, pero, al igual que hago siempre, me limito a seguir la corriente. Mientras que no descarrile podré desenvolverme con menos dificultad.

Me quito el pijama y me pongo el uniforme reglamentario. Está arrugado y manchado de sangre a la altura de las rodillas, no obstante, no me importa. Nada luce más alborotado y descuidado que yo.

Antología: Felices para siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora