Capítulo 3

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— ¿Crees que algún día seré tan buena como tú? —Anatar observó rebosante de orgullo y admiración, como su padre disparaba aquella flecha sin vacilación alguna

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— ¿Crees que algún día seré tan buena como tú? —Anatar observó rebosante de orgullo y admiración, como su padre disparaba aquella flecha sin vacilación alguna.

La incrustó, en un tiro certero que rasgó el aire, en un fardo de heno que casi lograba perderse en la distancia. La pequeña arrimó su propio arco, más pequeño y flexible que el de su padre, a su pecho y suspiró embelesada. 

— Eso espero. —respondió el hombre, regalándole una sonrisa ladeada a través de la cuerda que segundos atrás había tensado con habilidad. 

Aquellas palabras fueron como una bocanada de aire para la pequeña, que dando un tímido salto hacia delante, imitó lo mejor que pudo la postura de él. Sostenía el arco con ilusión por vez primera, atesorando aquel recuerdo por siempre en su memoria. No era común ver a una niña, de apenas un metro de altura, interesarse tan fervientemente en la arquería. Sus orbes refulgían de pasión, pero requería además paciencia y pericia, ya que era un arte que pocos llegaban a dominar en una vida mortal. 

Diminutas y marcadas arrugas se dibujaban en los cansados ojos de su padre, que la observaban con amor pleno mientras le enderezaba su torpe y tambaleante postura. Tenía un rostro marcado por numerosas batallas, con un cabello oscuro que comenzaba a ser amenazado por la edad dejando entrever estelas de un blanco ceniciento. Aún con todo aquello, seguía siendo un hombre hermoso. 

— ¿Padre? —el hombre emitió un sonido con su garganta que la incitó a continuar. Anatar dejó de tensar la cuerda para mirar sobre su hombro, ni siquiera había lanzado su primera flecha que se notaba a sí misma más fuerte y valiente que segundo atrás. Encontró la figura imponente y alta de su padre su derecha, iba ataviado con una maltrecha capa de verde musgoso, embarrada por la tierra y deshilachada por las cruentas batallas vividas. Anatar entrecerró sus ojos hacia un objeto en particular que siempre portaba, cada vez que lo observaba, le parecía más brillante. Era el broche de su padre, la estrella plateada que tenía como insignia de su pueblo— Algún día seré una montaraz. —expuso sin miramientos, aventurándose a decir aquello como si fuera una verdad inequívoca que le deparaba el destino. 

Sus finos labios apretados, sus cejas rojizas más bajas en una expresión que anhelaba ser intimidante. No dejó atisbo de duda en su padre, ella lo conseguiría costara lo que le costara. El hombre se arrodilló hincando la rodilla en el polvoriento suelo de tierra. Quedó a su altura, y experimentó el contemplar a través de aquellos pequeños e inocentes ojos, el mundo que ella veía. Era distinto, más vivo e intenso. Sin dolor, sin miedo. Anatar examinó con más detalle el broche que ahora pendía frente a ella. Simplemente, su mera presencia le confería valor, no podía alcanzar a imaginar la dicha que recibiría cuando tuviera su propio broche bajo su cuello. 

EL AMANECER DEL SOL ROJO ⎯⎯  ᴀʀᴀɢᴏʀɴDonde viven las historias. Descúbrelo ahora