Capítulo 17

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La muchacha se encontraba delante de ellos, con el cabello dorado a medio recoger con una diadema trenzada hecha con su propio pelo y con el resto de su melena cayendo sobre sus hombros con unos suaves rizos bien peinados

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La muchacha se encontraba delante de ellos, con el cabello dorado a medio recoger con una diadema trenzada hecha con su propio pelo y con el resto de su melena cayendo sobre sus hombros con unos suaves rizos bien peinados. Llevaba puesto un vestido morado de un material que parecía abrigar. Sus labios eran de un color rojizo muy suave y de sus ojos destelleaba un brillo maravilloso o, al menos, eso fue lo que pensó Edmund al verla. 

También se percató de lo mayor que estaba, al igual que él había crecido un poco desde la última vez que se vieron. Durante ese lapso de tiempo, Carol se limitó a sonreír a sus viejos amigos, con una sonrisa sincera y amigable. 

—¡Carol! —chilló entusiasmada Lucy, mientras corría hacia ella y la abrazaba muy fuerte. 

Ambas se tambalearon y las ropas mojadas de la menor dejaron algo humedecido el vestido de la mayor, aunque a ésta no pareció importarle. 

—Me alegro de verte, Lucy —comentó con una amplia sonrisa, mientras se separaban del abrazo—. También me alegro de verte, Edmund. 

Cuando la joven Pevensie se apartó, Carol pudo ver de frente a Edmund. Él reaccionó a esas palabras y también se apresuró a darle un abrazo a la muchacha rubia. Ambos sentían ese abrazo como algo reconfortante, una extraña sensación de comodidad y seguridad, una sensación de hogar. Les costó mucho separarse, pero tuvieron que hacerlo. Sin embargo, se miraron fijamente durante unos largos segundos mientras mantenían sus manos unidas.

—Será mejor que os cambiéis —dijo Caspian dirigiéndose a Edmund y a Lucy—. Os puedo prestar ropa mía, pero no tengo vestidos, Lucy. 

—Entonces, ¿por qué Carol lleva uno? 

—Llegó con el vestido puesto —se encogió de hombros el actual rey de Narnia.

Carol usó su propia magia para secarse el vestido que le había quedado algo húmedo tras los abrazos. 

—Lo siento, Lucy —comentó ella—. No puedo hacer aparecer un vestido de la nada, mi magia no funciona así. 

—No te preocupes, me las arreglaré con lo que pueda dejarme Caspian. 

Lucy sonrió, realmente no tenía ningún problema en llevar ropa de hombre; lo único que le importaba era estar cómoda. 

Cuando estuvieron todos secos y cambiados, Caspian les llamó al camarote de mando para hablar con ellos. 

—¿Qué peligro hay ésta vez? —quiso saber Edmund, a la vez que admiraba el mapa que se encontraba encima de la mesa central de la sala. 

—Ninguno. 

—¿Ninguno? —insistió Lucy, incrédula y confusa.

—Hay paz en toda Narnia —confirmó Caspian con un tono de autosuficiencia, sintiéndose orgulloso de sus hazañas como rey. 

Edmund siguió observando el mapa, fijándose en que se trataba de un mapa de Narnia, mostrando todos los territorios que pertenecían a sus dominios, incluso las islas. 

—Si hay paz en toda Narnia, ¿qué haces ahora mismo exactamente? —preguntó el joven Pevensie—, ¿por qué estás navegando en este barco por el mar narniano? 

—Busco a los siete Lores —respondió Caspian con solemnidad—. Eran hombre leales a mi padre, cuyo destino se vio corrompido por la usurpación de mi tío Miraz del trono. Fueron enviados a alta mar y jamás regresaron. Cuando me coronaron rey, juré que los encontraría. 

Los otros tres muchachos se miraron entre sí. 

—Entonces, supongo que estamos aquí para ayudarte —comentó Carol con una sonrisa.

—Me vendrá bien vuestra ayuda y estoy encantado de teneros aquí de nuevo —le devolvió la sonrisa a la chica.

Cuando terminaron de hablar, cada uno se dirigió a un lugar distinto del barco. Carol miraba hacia el horizonte, pensativa, hasta que sintió como alguien se sentaba a su lado. Era Edmund. 

—Carol. 

Ella se giró a mirarle y le dedicó una sonrisa que hacía iluminar también sus ojos. 

—Hola, Edmund.

—Quería decirte que... —se detuvo en medio de la frase, le costaba decirlo; probablemente porqué era algo que no decía muy a menudo.

La muchacha le dedicó una mirada y un gesto que denotaban confianza. De algún modo, le estaba diciendo que podía decirle cualquier cosa, que no pasaba nada, que estaba hablando con ella. 

—Te echaba de menos. 

La joven de cabellos de oro pareció sorprendida, aunque solo un pequeño instante, ya que no se esperaba que Edmund le dijese aquello. Aún así, le gustó tanto oírlo que sus ojos se iluminaron todavía más y su sonrisa se hizo más amplia, si aquello era posible. 

—Yo también te echaba de menos, Edmund —susurró ella en un tono íntimo, dulce—. No te imaginas cuanto. 

Y, realmente, no lo hacía. Ella había observado al muchacho en el otro mundo, en el suyo, pero no podía hablar con él, lo tenía prohibido. Era horrible poder verle, pero no poder hablarle ni estar junto a él. Esa historia, la de ellos, todavía no podía suceder. Ella debía elegir, y todavía no era capaz de hacerlo. 

La hija de AslanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora