La carta

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Había hecho muy buen tiempo durante todo el mes de julio y Eva y Jack habían disfrutado plenamente del cálido sol de Madrid. Si Jack hubiese tenido alternativa se habrían quedado otro mes más, pero por desgracia no podía dejar desatendida su clínica tanto tiempo.  Finalmente habían decidido volver para pasar el cumpleaños de Eva, el veinte de agosto, en Londres.

Aquella mañana Jack había hecho una tarta de chocolate blanco, el favorito de la pequeña, y habían pasado el día en el bosque como a Eva le gustaba. Era un día perfecto para pasear bajo la fresca sombra que proyectaban las hojas de los árboles sobre el camino que padre e hija tenían marcado como ruta fija desde hacía casi cinco años. Les gustaba detenerse y sentarse en alguna piedra medianamente plana, aunque ninguno de los dos necesitase descansar. Eva solía llevarse el bloc de dibujo para pintar, aunque casi nunca tomaba como referencia los árboles que veía ni los colores de alrededor. No, a la pequeña le gustaba retratar lo que escuchaba: cerraba los ojos y atendía al canto de los pájaros que no se dejaban ver y al murmullo de un arroyo lejano que ni ella ni su padre habían llegado a visitar. Cuando terminaba el dibujo no se parecía en nada a la realidad, ni los pájaros que ella pintaba existían como especie.

Jack no podía entenderlo, pero nunca le dio mayor importancia ni hizo preguntas, nunca había sido capaz de comprender el funcionamiento de la mente de los sheks y no pretendía serlo en un futuro próximo. Sin embargo, sí que sentía curiosidad y por ello miraba fijamente a Eva siempre que lo hacía. Finalmente decidió que la explicación más razonable era que aún era pequeña y que, como todos los niños de su edad, tenía mucha imaginación.

Mantuvo su teoría durante los años venideros, pero Eva cumplía once años y seguía haciendo dibujos como los que pintaba con seis, aunque la calidad había mejorado notablemente. Si hubiese preguntado por qué hacia aquello, Eva le había respondido que ella pintaba tal y como imaginaba que las representaciones de aquello que percibía debía ser, porque la realidad no cuadraba. Como Jack no preguntó, Eva nunca lo explicó.

Empezaba a oscurecer cuando decidieron emprender el camino de vuelta a casa. Pese que era una calurosa noche veraniega empezaba a refrescar y no llevaban chaquetas con las que abrigarse.

Cuando llegaron la cumpleañera subió a su habitación para darse una ducha antes de cenar, odiaba sentirse pegajosa, especialmente en verano. Dejó el pijama al lado de la bañera y abrió el grifo, por el que salió un chorro de agua helada que hizo a la niña dar un salto para apartarse de él.

Jack odiaba el agua caliente y se solía duchar sin usar la caldera. Eva, en cambio, no soportaba el agua fría, prefería mil veces que el calorcito y el vaho que se formaba a partir de él la envolviesen. El agua tardó mucho en calentarse hasta su temperatura ideal y por eso apenas tuvo tiempo de disfrutar de el baño, para cuando entró Jack ya estaba avisándola de que la cena estaría lista en unos minutos.

Se lavó lo más rápido que pudo y se puso el pijama sin molestarse en secarse completamente. El pelo mojado empapó la parte de los hombros de la camiseta del pijama, pero como era de color negro y no se notaba mucho Eva decidió dejarlo correr. 

Antes de salir del baño y bajar a cenar, un ruido extraño procedente de la ventana atrajo su atención. Intentó ver qué había al otro lado del cristal pero estaba empañado y no consiguió distinguir nada. Se acercó, recelosa, y abrió un poco la ventana. Fuera había una lechuza de color marrón oscuro, parada en el alfeizar como si estuviera  esperando a que la dejase pasar.

Empujó la ventana un poco más, lo justo para que el animal entrase. La lechuza no se hizo esperar, tan pronto como tuvo hueco se coló rápidamente y se posó sobre el lavabo. Eva se acercó, desconcertada y vio que el animal le ofrecía la pata, a la que llevaba atada una carta. La situación se volvía más rara por momentos.

Tras esos ojos de hieloWhere stories live. Discover now