El viaje a Hogwarts

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Jack no podía parar de observar a Eva mientras desayunaba, pensando en lo rápido que había pasado el tiempo. Once años hacía desde que se había quedado sólo con ella, once largos años que se habían ido sin que apenas se hubiese dado cuenta de ello. ¿Cuándo había crecido tanto? Parecía tan alta... Jack sentía como si Eva hubiese crecido cinco años aquella misma noche, ¿en qué momento había dejado de ser la niña que no llegaba al armario de las galletas? No podía evitar sentirse nostálgico, aún no se hacía a la idea de dejarla marchar.

Cuando llegó la carta pensó en contárselo todo, en confesarle la verdad que había ocultado detrás de los cuentos de hadas que le había relatado a la hora de dormir. Había reproducido la conversación mil y una veces en su cabeza, ideando diversas formas para iniciarla, buscando las palabras adecuadas, el momento oportuno... pero no había sido capaz de decirlo en voz alta, cada vez que lo intentaba se le hacía un nudo en la garganta. Tenía miedo de dejar de ser su papá, de ser rechazado por su pequeña Eva y de perder su amor. No podía saber cómo reaccionaría al saber lo que le había ocultado durante tanto tiempo, cómo se tomaría que él no fuese su padre biológico.

Jack siempre había acallado su conciencia recordando que Victoria quería que sus hijos creciesen sin saber nada, se consolaba pensando que las mentiras que había ido acumulando durante años se justificaban de alguna forma cumpliendo el deseo de su amada Vic.

Lo que ellos más habían extrañado de jóvenes había sido una vida común, sin guerras de razas o dioses locos. Recordaba que lo que más le habría gustado en el mundo a los quince años habría sido tener una cita con Vic: ir al cine, cenar en el McDonald's, ir a patinar... Lo más parecido que había conseguido a una velada romántica había sido acudir al concierto de Chris Tara, y de todas formas se trataba de una misión.

Pese a todos sus esfuerzos, Eva no era ni mucho menos una niña normal. Nunca había encajado ni se había integrado bien en la escuela: no tenía amigos ni los echaba en falta, o al menos eso hacía ver. Siempre había sido una niña fría y distante, no le gustaba jugar a las muñecas, ni el fútbol, ni ningún otro juego de equipo. Se pasaba las horas muertas del día pintando, leyendo o escuchando música en su cuarto. Siempre sola. Jack tenía la esperanza de que con gente mágica la situación cambiase, había comprobado que los unicornios tenían un vínculo especial con los magos, como Shail, que había sido como un hermano para Victoria.

Eva terminó de desayunar y se fue a su cuarto para vestirse. Jack se quedó en la cocina y repentinamente lo invadió una profunda sensación de soledad. El silencio se hizo aplastante y la idea de que la casa estuviese tan vacía como la cocina durante todo el próximo curso se le hizo insoportable.

Corrió angustiado hacia el salón, desesperado por abrazar a Eva. Ella estaba en lo alto de las escaleras, arrastrando el pesado baúl tras de ella.

-¿Papá?

Jack se había quedado bloqueado. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta, dejando escapar algunos mechones rebeldes; la túnica negra que habían comprado el día anterior le daba un aire elegante y resaltaba su palided. Desde abajo parecía mucho más alta, mucho más mayor. Irradiaba poder, como si el hecho de vestir ropas del mundo mágico hubiese hecho despertar la luz que llevaba dentro.

Jack se sintió muy orgulloso, era la viva imagen de su madre. Era duro dejarla ir, pero nada más verla supo que debía despedirse de ella. Su lugar estaba entre magos, no entre humanos. Jack subió para ayudarla a bajar el baúl.

-¿Pasa algo, papá?- preguntó al ver que él no contestaba.

-No, nada, estaba pensando- sonrió éste, haciendo fuerza para no arañar la madera con el equipaje-. Te quiero dar una cosa.

Tras esos ojos de hieloWhere stories live. Discover now