Rondaban por mi cabeza pensamientos aleatorios, tratando desesperadamente de organizar mis sentimientos, la razón de la rabia, que se desvanecía para ser sustituida por culpa o frustración, la tristeza o la ira. En apenas cinco segundos mi mente era una fuente de la que brotaban miles de emociones descaradamente desordenadas.
Con Gonzalo, las discusiones eran intensas, yo sabía que muchas de ellas eran fruto de mi inseguridad y mi nueva sensación de novia asfixiante que tanto detestaba; sin embargo, no era capaz de decírselo, y él, se culpabilizaba por mi. Yo lo sentía como una marea que nos ahogaba y ambos tratábamos de salir a flote, ilesos, a costa de lo que fuera.
No era capaz de comprender porque, repentinamente, me costaba relacionarme, estar con el y con los demás al mismo tiempo era un nudo atravesándome la garganta asegurando. Y me enfadaba conmigo misma, y me odiaba.
Me sentía caprichosa, como si el problema fuera una incapacidad abrupta para compartir a Gonzalo, como si el resto del mundo pudiera arrebatármelo, una inseguridad tan infinita como la caída de un pozo que se sume en la oscuridad.
Antes era una novia fuerte, segura; evocaba mi recuerdo abrasivo de sentirme medrosamente orgullosa de ser para Gonzalo la única capaz de apagar sus sufrimientos y su rabia; le escuchaba, le atendía, le tranquilizaba; y él, se calmaba como una vela que va perdiendo su vivaz llama mientras se consume. Y entonces había paz.
Estando con la gente, muchas sensaciones trasgredían mi interior. Sentía por Gonzalo una admiración profunda, su don de gentes me embelesaba; sencillo, cautivador y negligente. Me sentía orgullosa de que la gente supiera que yo era suya, su perfecta y menos habladora novia. Pero también me daba envidia, inocente, inofensiva, pero arrolladora. Y en ocasiones, sentía que quería gritar que yo también podía ser divertida, vivaz y encantadora; sabia que Gonzalo conocía esa parte de mi pero quería que los demás también lo supieran.
