Capítulo 2.-

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Finalmente llegó el día en que la sirenita cumplió quince años.

-A partir de ahora serás libre para ir a donde quieras-le dijo su abuela, la vieja reina viuda, y le colocó alrededor de la cabeza una magnífica corona de flores cuyos pétalos estaban formados por perlas.

Cuando la sirenita asomó la cabeza por encima de la superficie del agua, el sol acababa de ponerse y las nubes aparecían todavía iluminadas por una claridad rosada, y bajo aquella luz, dulce y suave, lo primero que vio la sirenita fue un gran navío de tres palos, anclado allí, en la orilla, con sus grandes velas risadas. Al caer la noche, en la cubierta del navío se encendieron cientos de luces, y un rumor de cantos y música llegó a la sirenita que, atraída por la curiosidad, se dirigió nadando hacia el barco, cuando se encontró muy cerca, se encaramó en la cresta de una ola y consiguió encaramarse hasta las ventanas de los camarotes. A través de los cristales transparentes pudo distinguir un grupo de gente, elegantemente vestida, que parecía estar celebrando una fiesta. Lo que más le llamó la atención fue el porte altivo y la postura de un joven que parecía ser el cetro de atención de todos los presentes. El joven era un príncipe que, precisamente, estaba celebrando la fiesta de su dieciséis cumpleaños.

En todo este tiempo, el navío había permanecido anclado en el mismo lugar pero, una vez acabada la fiesta, comenzó de nuevo a navegar mar adentro. Una tras otra, todas las velas se fueron hinchando, poco a poco, bajo la cometida del viento. Y, a medida que la noche avanzaba, las olas se embravecían más y más.

Un cúmulo de nubarrones negros y amenazadores se amontonó encima del barco. A lo lejos estalló el primer relámpago que anunciaba, furioso, la terrible tempestad que se avecinaba. Cuanto más fuerte soplaba el viento, más cabeceaba el navío. Y, en vez de navegar, parecía avanzar con muchas dificultades.

Las olas, negras y encrespadas, eran tan altas como montañas. Parecían fauces de lobos que quisieran tragarse al barco, ora cubierto por las enfurecidas aguas, como un cisne a punto de naufragar, ora flotando sobre las espumeantes crestas, como si estuviera haciendo diabluras para distraer a la sirenita. El barco, sometido a este vaivén caótico, crujía y gemía emitiendo sonidos lastimosos. Las olas chocaban contra el barco y salpicaban de espuma las cubiertas.

Una, más violenta y acometedora, alcanzó la galleta del palo mayor y lo quebró como si fuera una caña. Súbitamente, el barco perdió definitivamente su equilibrio, se inclinó, y en un instante la sentina quedó inundada. Al momento se produjo una gran confusión entre los tripulantes del barco que se lanzaron al agua para no quedar atrapados dentro de aquel trasto que se iba a pique irreversiblemente.

La sirenita, que hasta el momento lo había observado todo como si fuera un juego muy divertido, se dio cuenta de que el joven príncipe se había agarrado a un tronco que flotaba y que luchaba desesperadamente para resistir la furia de las olas. Durante un buen rato, el joven consiguió su propósito; pero, finalmente, no pudo más y se abandonó a su suerte. Entonces, la sirenita, que sabía que los hombres no pueden vivir bajo el agua, se zambulló y atrapó al joven en el momento preciso en que el mar se lo tragaba. Tenía los pies y los brazos entumecidos, y sus ojos negros estaban cerrados porque había perdido el conocimiento.

Ella se limitó a mantener su cabeza fuera del agua y se dejó llevar por las olas del mar.

Al despuntar el alba, la tempestad ya había desatado toda la violencia que llevaba acumulada y las aguas del mar volvían a estar tranquilas. En mitad del cielo, el sol se levantaba radiante y coloreaba ligeramente las mejillas del príncipe; pero sus ojos permanecían cerrados.

Finalmente, la sirenita divisó a lo lejos un trozo de tierra firme. Se acercó nadando y, arrastrando al príncipe, llegó a una playa rodeada por un bosque frondoso de un verdor profundo. En último término se divisaba un gran edificio que parecía un templo o una iglesia. La sirenita depositó al príncipe en la fina y blanca arena, bajo la cálida luz del sol y regresó a la mar. Nadó un poco y se escondió detrás de una roca para poder ver si alguien acudía en ayuda del joven príncipe.

No tardó mucho en acercarse una muchacha que, más o menos, debía tener su edad. En principio pareció un poco desconcertada; pero en seguida fue a buscar a sus amigas para que le ayudaran a trasladar al joven. Lentamente, el príncipe se fue reanimando y, cuando abrió los ojos, sonrió al verse rodeado por tan agradable compañía. Y así, no llegó a saber quién le había salvado de verdad.

THE LITTLE MERMANWhere stories live. Discover now