Capítulo ocho

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Pennsilvania de 1935.
248 días antes de La Masacre de Jerahmeel.


—¿E... Está enojado... Conmigo? Lían... Lían contéstame por favor.

Hubter rogó, inclinándose un poco. Las lágrimas no dejaban de caer por sus fanales ojitos húmedos, su ropa estaba cubierta por sangre roja e intensa. Y sus manos, oh sus manos manchadas del pecaminoso acto que permanecía borroso ante su moral, sus uñas eran evidencia completa de tal atrocidad, ahí, con pedazos pequeños de tripa de animal.

El niño veía como aquél ángel despedazaba lo que alguna vez fue su perro.

Tenía los ojos grandes, asustado y con el corazón latiendo como bombo sobre su pecho. Su cuerpo temblaba como si se tratara del clima más frío de toda Pennsilvania. Hunter empezó a sollozar más fuerte mientras veía a Lían beber la sangre del animal. Se sentía fatal, en su estómago, en su pecho, en la sangre de sus manos. Las lágrimas caían sobre su ropa, sobre su rostro sucio. No podía aguantar el peso del dolor.

—Lían... Por favor.

—Jerahmeel... —llamó Lían levantándose, se secó la sangre de los labios mientras sus ojos brillaban ante la excitación y exquisitez del líquido nuevamente. Tapó el cadáver con una vieja manta rota y lo ocultó debajo de un mueble. Hunter se encogió, llorando con fuerza—. Jerahmeel si sigues llorando así tu ofrenda se pudrirá en mi interior.

Hunter bajó la mirada, apretando sus manos en un puño.

—No pienses en él... Veo como tu garganta trata de bloquear la sangre —mencionó, estiró la mano y golpeó en el sillón. Hubter se levantó y fue hacia él, para sentarse rodeando las piernas con sus brazos. Lían lo miró, tan frágil, tan chiquito, ¿Cómo podía ser tan débil? Él había visto mucha muerte, a través de sus ojos viejos, lo había sentido en sus manos y lo había enfrentado cara a cara. Pensó que los humanos eran demasiado sentimentales, demasiado mortales como para llorar por cualquier mínima cosita. Se preguntó cómo era la sensación de lamentarse por alguien. Por uno mismo.

No lo recordaba.

Había pasado tanto tiempo desde que su familia murió que ni siquiera recordaba sus nombres. No recordaba la comida de mamá ni la voz de papá. Lo único que recordaba era el día en el que se convirtió en un horrible demonio devorador de su antigua raza nativa. La inmortalidad era un precio que se pagaba con los recuerdos y la mortalidad de quienes te acompañaron alguna vez.

Y ahí estaba aquél humano. Tan joven, con la piel tan tersa y pecosa. Se preguntó si volvería a verlo cuando fuera viejo, cuando finalmente su cuerpo desgastado estuviera dentro de un ataúd siendo llevado a los brazos de aquella divinidad.

Tan poco tiempo tenían ellos en el mundo. Tan valioso.

Un humano tan ingenuo como Jerahmeel. Tan tonto que creía que él era un ángel. Que lo tachaba como alguien que lo salvaría de esta suciedad que se le fue manchado. Huny creía ver un ángel en vez del demonio que Lían era. Oh dulce inocencia, dulce humano necio y manipulable, ¿Verdaderamente eran la raza suprema? Si eran tan débiles, tan débiles que a la mínima grieta de sus creencias y morales se destruían.

Porque algún día Hunter crecería, se haría grande y se daría cuenta que había ayudado al ejecutor de sus pecados, a un demonio que bebía la sangre de sus mascotas con la promesa de entregarle una pizca de divinidad sagrada.

Y lo miró, lo miró con sus ojos rojos, viejos e intensos. Se lamentó por aquella criatura, por aquel pequeño cordero que se perdió del camino divino. Lían entrecerró los ojos, no había divinidad más despiadada que el Dios de los humanos.

MISERICORDIA: La masacre de Jerahmeel.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora