—Ya la he subido. —Hablo tan bajo que no estoy segura de que me haya oído.

—Quítese las bragas.

Sí, al parecer me ha oído.

—Y ¿si le dijera que ya lo he hecho?

—Estoy en un lugar público, señorita Fairchild. No me atormente.

—Es usted quien me atormenta —replico.

—Bien. Ahora quíteselas.

Me levanto la falda y me quito las bragas. Estoy descalza, de modo que resulta fácil. Las dejo en el asiento, junto a mí.

—Me las he quitado —digo y puesto que también forma parte de mi fantasía añado—: estoy húmeda.

Su grave gemido me produce escalofríos de placer.

—No hable. Y no se toque a menos que yo se lo diga. Ese es el juego, Nikki. Haga lo que le diga y solo eso. ¿Queda claro?

—Sí —murmuro.

—Sí, señor —me corrige.

Su tono es amable pero firme.

«¿Señor?»

No digo nada.

—Si lo prefiere puedo colgar. —Su tono es firme, pero creo percibir en él ciertos aires de triunfo.

Frunzo el entrecejo porque no quiero darle la satisfacción de ganar esta batalla, pero tampoco que termine el juego. Estoy segura de que míster Hielo y Fuego habla en serio, así que me trago el orgullo.

—Sí, señor.

—Buena chica. Me desea, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Yo también la deseo. ¿Eso la pone húmeda?

—Sí.

La palabra me sale ahogada. Lo cierto es que estoy a tope, caliente, húmeda y desesperadamente cachonda. No sé qué puede haber planeado, pero no me cabe duda de que diré sí a todo con tal de que vaya más allá, de que me lleve más lejos.

—Conecte el altavoz de su móvil y déjelo en el asiento, junto a usted. Luego levántese la falda y recuéstese en el asiento. Quiero su culo desnudo en el cuero. La quiero bien húmeda y lubricada en ese asiento para que cuando yo suba a la limusina un poco más tarde pueda deleitarme con su olor.

—Sí, señor —consigo articular mientras hago lo que me ha dicho.

El roce de la falda en mis muslos desnudos resulta dolorosamente erótico y la sensación del cálido cuero en mis nalgas desnudas me hace gemir.

—Abra las piernas y súbase la falda hasta la cintura. —Su voz me rodea. Su tono es grave y autoritario, poderosamente sensual—. Recuéstese y cierre los ojos. Ahora deje una mano en el asiento y ponga la otra justo por encima de su rodilla.

Obedezco. Noto mi piel ardiendo.

—Mueva el pulgar —dice—. Muévalo lentamente, hacia delante y hacia atrás. Despacio, muy despacio. ¿Lo está haciendo?

—Sí, señor.

—¿Tiene los ojos cerrados?

—Sí, señor.

—Es a mí a quien nota. Mi mano en su pierna, mi dedo acariciándole la piel. Es muy suave, y usted resplandece abriéndose para mí. ¿Me desea, Nikki?

—Sí.

—Sí, ¿qué?

Mi sexo se tensa ante el gruñido exigente de su voz. Hay algo delicioso en el hecho de rendirme ante él.

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