Una cuadra después, la niebla ya era espesa y el miedo la atenazaba con la fuerza de un niño que se aferra a su madre. Durante un segundo tuvo la certeza de que debía regresar, pero esa certeza desapareció tan rápido como había llegado, reemplazada por el pensamiento de que podía llegar a casa, de que debía llegar a casa.

Surgieron en la tercera manzana, justo a mitad de trayecto, en calle Azul, a una cuadra de la margen derecha del Subín, donde la niebla era muy espesa y empapaba como rocío. Eran tres sombras recortadas contra lo blanco de la niebla, como los espíritus que se decía venían con la bruma para hacer de las suyas. Jennifer dejó escapar un gritito, pensando que efectivamente estaba ante tres de estos espíritus.

Los espíritus se acercaron y Jennifer retrocedió, sintiendo cómo el miedo la envolvía como la niebla en la que se hallaba. Giró sobre los talones para echarse a correr, pero los espíritus fueron más rápidos. Uno de ellos la tomó por la muñeca y la hizo retroceder de un brusco tirón. Dos fuertes brazos la apresaron por la espalda y sintió el aliento a alcohol y a marihuana golpearle con fuerza el rostro.

Al final resultó que no eran espíritus de la niebla, sino tres tipos que habían estado bebiendo y fumando hierba en la esquina. Probablemente la esperaban, quizá solo fue una infortunada coincidencia. Nunca lo supo.

Es increíble que aún intentara mantener el control en aquel momento. Pidió con amabilidad (tanto sus padres como sus tíos le inculcaron siempre buenos modales) que por favor la dejaran ir. Los tres tipos, bastante tocados para sentirse osados, pero no tanto para no saber lo que hacían, se carcajearon a su costa. Cuando uno de ellos le robó el primer beso, con su aliento apestoso a ron barato, empezó a gritar.

Los borrachos, que sabían que estaban en una calle transitable, la llevaron en volandas a orillas del río, donde la niebla era tan espesa que apenas se veía a un metro de distancia.

Solo se habían internado unos diez metros en el estrecho callejón, en los que ella no dejó de gritar y tirar patadas, cuando una patrulla, con las intermitentes de la torreta encendidas, se detuvo en la bocacalle. El alivio que sintió fue monumental.

Dos policías bajaron y con lámparas de mano alumbraron a los costados. Los borrachos, en lugar de soltar su presa y salir corriendo, lograron acallarla con la playera hedionda de uno de ellos, y con pasos sigilosos, con la velocidad de una tortuga, siguieron retrocediendo. Jennifer ya no pudo emitir ningún sonido de alerta. Uno de los oficiales encontró el cuaderno de la muchacha y lo tiró a la palangana de la patrulla.

―Al parecer algún niño ha estado jugando en la niebla ―comentó a su compañero con despreocupación.

Alumbró una última vez el callejón, donde inexplicablemente no vio (o se hizo de la vista gorda) las tres sombras que retrocedían con lentitud, llevando con ellas una cuarta sombra más pequeña, indicó a su compañero que subieran, y se alejaron como si nada.

A mitad de manzana, un viejo con una prominente barriga cervecera estaba recostado en la cerca de su terreno, orinando en dirección a la calle con la seguridad de que nadie lo vería. Jennifer lo miró, incluso vio su miembro fofo y arrugado; en cambio el hombre, tras alzar la vista y preguntar si había alguien allí, se dio la vuelta y corrió a meterse a la casa, como si en lugar de verlos a ellos hubiera visto a algún monstruo de la niebla.

En el momento que el hombre dio la vuelta y salió corriendo, Jennifer comprendió que estaba perdida. El miedo se convirtió en terror y casi pudo sentir cómo se regocijaban los borrachos ante su buena suerte.

No habían llegado todavía a la orilla del Subín cuando empezaron a hurgar entre sus ropas, a manosearla. Una mano se metió entre su sostén, y otra, callosa y áspera, empezó a hurgar entre sus piernas.

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