Capítulo I: el bueno al que hicieron malo (1.ª parte)

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Allí me encontraba, a oscuras en la habitación. Sólo un rayo de luz conseguía traspasar la persiana y atravesaba toda la habitación. Lo miraba fijamente en ese momento desde la oscuridad del asiento, como una representación gráfica de lo que minutos después pasaría con la bala que atravesaría mi vida, sólo si cumplía con mi promesa.

—Debo hacerlo. Ya es hora —me repetía, mentalizándome para cometer el acto que desde hace años me atormentaba.

Sentado en un sillón, con la espalda apoyada en el respaldo con la cabeza hacia arriba y la mirada en el rayo de luz, los brazos abiertos sobre los posabrazos y las piernas estiradas y cruzadas. Una mano la tenía cerrada, en puño. En la mano derecha una pistola cargada.

Aún recordaba cómo la conseguí. Una experiencia curiosa que me llenó de vida por primera vez en mucho tiempo, no así el motivo que me llevó a obtenerla. No fue nada del otro mundo, pero sí fue un instante que me hizo sentir algo que jamás pensé que podría volver a experimentar.

Acababan de morir mis padres, los únicos seres en este mundo que me apreciaban, los únicos con los que mantenía una relación mínimamente recíproca de amor y amistad. Y, sin embargo, yo fui quien les mató.

—¿Por qué? —gritaba por aquél entonces día sí día también —, ¿por qué ha tenido que pasar algo así? —me preguntaba irónicamente, sabiendo lo mala puta que es la vida, y que yo dolo no tenía, pero sí negligencia.

Hace ya 16 años de aquello, y desde entonces sólo he sentido la necesidad de dejar este mundo. La soledad y el sentimiento de culpa han nublado mi juicio desde entonces, han estado presentes a cada minuto. La persona que soy hoy nada tiene que ver con la que era entonces. Mis padres no me reconocerían.

Un virus se expandió por todo el planeta. No sabían cómo luchar contra él. La incompetencia y los intereses personales llevaron a la toma de medidas irracionales, sin sentido y completamente erróneas. Hubo ocultación de información, manipulación de datos estadísticos, toma de medidas restrictivas de derechos innecesarias, aislamiento de las personas más desfavorecidas limitándolas al acceso sanitario más básico, y un sin fin de acciones autoritarias que quedaron impunes. Los respectivos gobiernos fueron los responsables de millones de muertes sin consecuencia alguna, con total impunidad. Yo he sido, probablemente, la causa de la muerte de dos personas y me he castigado por ello todo este tiempo.

Recuerdo aquella llamada, aquella maldita llamada. Si tan solo hubiera dicho que no...

—¿Qué tal tío? —pregunté cuando descolgué al que era mi mejor amigo.

—¿Te vienes a una fiesta que da Enrique esta noche en su casa?

—¿Una fiesta? Pero, ¿no has oído lo que está pasando con ese virus?

—¡No pasa nada! ¡Sólo es una fiesta! Además, somos todos jóvenes que estamos en la flor de la vida, no nos pasará nada. Si tan peligroso es el Gobierno habría tomado medidas. ¡Es nuestro tiempo! —me dijo en su afán de convencerme.

«El Gobierno habría tomado medidas», a la semana siguiente se tomaron, y se tomaron mal.

—De acuerdo iré, pero estaré poco tiempo, ¿vale?

—¡Genial! ¡Ya verás lo bien que nos lo vamos a pasar!

Y así fue.

A los pocos días mis padres enfermaron. No pudo contagiarles otra persona nada más que yo, pues trabajaban desde casa y no querían salir para prevenir lo que pudiera pasar. Pero yo sí que salí, aun sabiendo que se encontraban en el grupo de riesgo, los mayores de 65 años. «¡Joder, por qué coño tuve que salir aquella noche!», me repetía constantemente, como si esperara poder volver atrás y evitarlo, como si pudiera esquivar un acto aparentemente inofensivo que acabó arrasando con la vida de mis dos únicos seres queridos.

Las horas pasaban y empeoraban. Su respiración era cada vez más fuerte y sonora. A cada inhalación conseguían menos oxígeno. A cada exhalación perdían más fuerza. Su lucha era cada vez más intensa y yo no podía hacer otra cosa más que observar con impotencia. «Si pudiera sustituirles en la lucha sabe Dios que lo haría», decían mis sentimientos sin palabras.

Llamaba a los hospitales pero siempre me daban los mismos argumentos:

—Lo siento mucho pero no podemos hacer nada. La única opción sería llevarles a la UCI y debemos reservarlas para los casos que tengan más probabilidades de sobrevivir.

—¿Cómo coño sabéis qué probabilidad tienen mis padres para sobrevivir si ni tan siquiera les habéis mirado?

—Serénese señor, como sus padres hay muchos. Nos encontramos en una emergencia sanitaria y debemos velar por la salud general. Sus padres son mayores y no son aptos para acceder a la UCI. Es preferible reservarlas para los menores de 65 años.

—¿Y la emergencia sanitaria la resolvéis impidiendo la entrada a la UCI a aquellos pacientes que más lo necesitan? ¡Estáis escogiendo quién vive y quién muere discriminado según la edad mientras hay salas de UCI vacías! ¡Estáis jugando a ser Dios! ¡Cómo podéis dormir por las noches! ¿Los mayores ya no son aptos para ser parte de la sociedad? ¿Les quitáis su derecho a la vida porque sí?

Y me colgó. Así fue la última llamada.



El enigma de las causas [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora