Capítulo uno.

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Pennsylvania de 1935.
Un año antes de La Masacre de Jerahmeel.

—¡Hunte! ¡Hunter levántate a desayunar!

Escuchó, y abrió sus ojitos. James Gaarder, o Hunter, como le decían siempre, se había levantando una mañana de mil novecientos treinta y cinco a las siete y media de la mañana. La luz que se adentraba de su ventana le advirtió el día soleado y rápidamente se levantó, acomodando su pantalón pijama y toqueteando sus párpados para aclarar la mirada. Se volvió, mirando el libro abierto a los pies de la cama y la linterna prendida a su lado. Rápidamente la apagó, pensando en lo caro que salía recargar su energía y que no era suya, sino de su padre. Se levantó, estirándose un poco y caminando, descalzo, hasta el baño. El aroma de su desayuno le llegó hasta el estómago, sus ojitos claros chocaron con el espejo, adormilados, rápidamente mojó su rostro con un poco de agua fría.

Trató de peinar sus rizos desordenados con sus dedos, rápido, su rostro adquirió su color normal, pellizcó sus mejillas, notando sus rojitos párpados después de secarse. Rápidamente bajó las escaleras, yendo al comedor.

Su madre estaba preparando algo, se sentó rápidamente, abriendo los ojos para que viera que no seguía medio dormido. Cuando ella se volvió sonrió suavemente al niño.

—Hunter... ¿Aún no te haz cambiado de ropa? —preguntó, dejando un vaso con leche caliente a su lado—. Luces cansado.

—Mamá, no quiero ir a ese lugar—comentó el niño con un puchero, un ligero rubor en sus mejillas con pecas se hizo presente—. No es por ofender mamá, pero hay veces donde me aburro en las misas de papá. ¡Yo quiero ir a jugar!

—Hunter —protestó su madre—. Hoy se tomará la confirmación de algunos niños de doce años en la Iglesia, niños de tu edad, puedes jugar con ellos, y tu padre como buen cura debe estar ahí para apoyarlos. Además, jovencito, tú también tienes que tomar la confirmación, y deja de quedarte hasta tarde. Luces muy cansado, dirán por ahí que soy una madre descuidada.

Hunter hizo un puchero, mirando su cereal y sus tostadas.

—Creí que tendría un año de vacaciones.

—Tu padre dijo que si es más rápido, mejor —dicho eso su madre se volvió hacia el comedor. Su menudo hijo de doce años la seguía con la mirada, bostezando y arreglando su cabello aún despeinado lleno de rizos dorados, se acomodó su pijama azul.

—Mamá —llamó, la mujer se volvió—. ¿Puedo saltarme hoy la misa? Por favoooor.

Su madre lo miró a los ojos, observando con perfección las orbes claras de su único hijo y primogénito. Dejó lentamente su tazón de cereal con leche en la mesa y apoyó sus brazos en la misma quedando a la altura de su menudo Hunter. Le sonrió y tocó los bellos rizos dorados del menor con cariño.

—Sólo si te cambias la pijama para que pueda lavarla —le susurró su madre al oído, el menudo pre-adolescente le sonrió a su madre empezando a comer de su cereal, mientras tenía la boca llena empezó a quitarse la pijama—. ¡Pero no te desnudez aquí jovencito!

—Ah, bueno. Ahora vuelvo —el menor se levantó de la silla haciendo puntitas hasta llegar a las escaleras, empezó a subirlas, cuando entró a su habitación fue directo a su armario y tomó el primer pantalón corto y remera manga larga blanca que encontró. Se sacó la pijama y la dejó caer al suelo, mientras se ponía el rosario de Jesucristo de vuelta en su cuello, cuando terminó de cambiarse la ropa bajó corriendo las escaleras con rapidez. Se acercó a su madre y le tendió la ropa en las manos—. Aquí está.

—Oye pero no terminaste tu cereal, es más, ni siquiera lo has tocado —le protestó su madre agarrando la ropa con fuerza mientras veía a su hijo ponerse las zapatillas—. ¿A dónde vas tan entusiasmado?

MISERICORDIA: La masacre de Jerahmeel.Waar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu