I. Pequeña y dulce niña.

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Las vacaciones siempre fueron mi parte favorita del año, eran como un corto descanso antes de volver a los salones con ese fantástico aroma a pintura nueva y marcadores con olores frutales. Aunque después, cuando de la nada dejé de asistir al colegio, todos los días eran vacaciones, y eso para mí se volvió monótono y muy aburrido, tanto así que le había perdido el gusto. Muchos niños solían decir que estudiar era de lo peor, que sumar, restar y responder preguntas estúpidas de profesores aburridos era fatal. Sin embargo, a mí me gustaba mucho más de lo que debería, eso de hacer amigos, compartir con otras chicas de mi edad y hablar de temas interesantes, era lo máximo.

Supongo que debí disfrutar mientras pude.

Ese día era un domingo como cualquiera. El clima se mantuvo cálido y el sol brillaba fuerte, comenzando a asomarse entre las copas de los diversos árboles del parque, trayendo consigo un enorme sentimiento de calma y serenidad. La brisa fresca golpeaba mi cuerpo con suavidad, en los momentos que me deslizaba por el tobogán. Me subí a la torre más alta del parque de juegos, alzando los brazos en un gesto triunfal, y luego, de un solo salto me bajé de allí, sintiéndome como la niña más fuerte y poderosa. Corrí por el pasto hasta donde mi madre se encontraba. Su fiel gorro de lana negro adornaba su cabeza, una camisa de mangas cubría sus pechos y su teléfono, como siempre, era tecleado a máxima velocidad por sus dedos.

—¡Mami! ¡Mami! —comencé a dar brincos pequeños, emocionada. Propio de una niña de ocho años.

La mujer alzó su cabeza enfocándome con sus oscuros ojos, no dijo ni una palabra, solamente me miró indicándome que tenía su atención.

—¿Puedo mostrarte un baile que hice? —le pregunté, con el mismo tono de emoción.

Ella me miró algo confundida antes de hacer un gesto afirmativo con la cabeza y proceder a apoyar los codos en sus rodillas, para así poder mirarme completamente. Aprovechando su movimiento, tomé su teléfono para reproducir la única canción que mi madre tenía. Tuve que esperar unos segundos, mientras el cantante comenzaba a entonar la letra de la canción con su melodiosa voz, para yo poder empezar a mover mi cuerpo. Siempre siguiendo el ritmo de la música. De un momento a otro la velocidad y melodía comenzó a aumentar y yo me sacudí con más fuerza, moviendo mi minúsculo cuerpo de lado a lado con la mirada fija de mi madre en mí. Me sorprendí cuando la risa de mamá resonó en mis oídos, hace mucho que no la escuchaba reír, así que con esa motivación seguí bailando de manera más alocada contagiándome con su suave risa.

Me encantaba oírla reír.

Cuando la canción estaba por terminar se pausó de golpe en el momento que el teléfono comenzó a emitir un ruido, el cual, hizo que la mujer dejará de sonreír al instante. Ella lo cogió entre sus manos para atender la llamada y se alejó de mí para poder hablar. Algo triste me dejé caer en el pasto y esperé a que ella volviera, con la esperanza de que cuando lo hiciera pudiera terminar de mostrarle mi baile, que tenía el mejor final de todos. Sin embargo, cuando ella volvió estaba completamente seria, recogió sus cosas y me hizo una seña para que hiciera lo mismo. No quería irme aún.

Hice un mohín con los labios, —¡Solo cinco minutos más mami!

—No, es suficiente. Hay que irnos —habló firme, agarrando su cartera y tomando con fuerza el mango del carrito de oxígeno.

Con un nudo en la garganta no dije nada más. Solo me limité en pasar mis brazos por los tirantes de la mochila de Dora, la exploradora, para empezar a caminar a su lado a pasos lentos. Ese día a diferencia de los demás habíamos ido a un parque a unas cuadras de nuestra casa, era el más grande de la ciudad. Según mamá había sido porque quería que fuéramos juntas por última vez, y cada vez que mencionaba ese tipo de oraciones, no podía evitar sentirme triste. Era muy difícil para mí a pesar de mi corta edad, ya que desde que era más pequeña, había tenido que verla sufrir y batallar contra un cáncer que habitaba en sus pulmones. Un enemigo invisible que nos hacía daño y destruía lo poco que quedaba vivo de ella. Yo mantenía en mí algo llamado esperanza. Nada más deseaba que lo pudiéramos vencer, mi más grande sueño era poder adquirir suficiente dinero con la recaudación de fondos que organizaba el hospital donde la atendían y que ella podría ser sanada. Sin embargo, mi madre se veía tan diferente ese día que comencé a dudar el motivo de su tristeza.

Genéticamente Modificada [NUEVA EDICIÓN]Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt