Plañidera

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«Espíritu de la negra cueva. Garganta seca de la noche solitaria y triste. Pon fin al reinado cálido de los mortales».

Odio que me despierte el móvil. Una jodida gotera taladrando la paz que no tengo.

Odio que sea mi jefe. Explicándome un caso con nudos en la garganta.

Odio tener que viajar al norte. A un pueblo perdido de la mano de Dios, donde incluso las estrellas se alejan de la desgracia de los hombres.

Miro al cielo y veo nubes de tormenta galopando raudas a Bhá Dubh Aigéin, la remota aldea costera en un pico de la tierra irlandesa y hogar de mis ancestros, habitada por más fantasmas que humanos. Población 300 habitantes. Desde ayer 298. Hoy me recibe, uno de sus hijos exiliados en busca de un porvenir mejor, con la frialdad del cielo encapotado y las miradas hoscas características hacia el forastero.

Al tomar una curva en las lindes del pueblo mi inquietud se acrecienta. La amenazante negrura del cielo se ha tornado lluvia. Las pocas almas que curioseaban se apresuran a resguardarse. Pero ella permanece arrimada al pie de la oscura haya. Una escuálida figura, mesándose, desesperada, los cabellos. La lluvia se ahoga entre las lágrimas de su pálido rostro, y cae al pozo sin fondo de su negra boca. Me ciega un destello. La mujer desaparece dejando el árbol solitario. Ningún trueno acompaña al relámpago. Miro al cielo. La tormenta se ha esfumado.

Me recibe el agente Marlow con un formal «Buenos días, inspector O'Connor». Se explaya para ponerme en antecedentes. Ningún detalle que no me hubiera dado ya el capitán Ryan en su llamada de madrugada. Ningún dato que yo desconozca de la desdichada bahía que me acogió de niño. Marlow se ofrece a guiarme hasta la cueva negra, donde la desgracia espera.

«Banshee», susurra una arrugada mujer a nuestro paso antes de desaparecer tras los visillos de un ventanal carcomido de roble añejo.

El frío de la mañana en Bhá Dubh Aigéin se torna en noche cálida dentro de la caverna. Encendemos un par de linternas para adentrarnos en los recovecos de la gruta. No es necesario. El señor Byrne activa el sistema de iluminación desde el mostrador para venta de entradas a turistas. Una señora araña se balancea dándonos la bienvenida desde su tela y da testimonio que soy el primer desconocido que ve en años. Byrne tiene la tez blanca, da la sensación de que lleva sin salir un lustro del paraje que administra. Eso, o que tal vez sigue afectado por los acontecimientos que me han traído hasta la cueva negra. Marlow tiene la amabilidad de liberar al señor Byrne de pasar otra vez por el trago.

Los cuerpos desgarrados nos esperan en un recoveco amplio. Una pareja de amantes sin esperanza, esperando la música. Se diría que les han arrancado la piel a tiras, y la carne a dentelladas. Marlow sujeta a duras penas una arcada. Yo le cedo un pañuelo todavía por estrenar que asomaba en la solapa de mi chaqueta.

«Viejos fantasmas escapados del Folclore», le digo a Marlow, que me mira compungido. «Mucho esfuerzo para reproducir una leyenda local, ¿No cree?», me replica el agente. Un viento ululante nos sacude repentinamente a ambos. Nos empuja contra la pared y deja paralizados. Entre el lamento oímos una letanía amarga, canturreada por una voz sobrenatural: «Espíritu de la negra cueva. Garganta seca de la noche solitaria y triste. Pon fin al reinado cálido de los mortales». La escuálida mujer que vi al pie del haya se aparece mecida por la corriente de aire que nos atrapa. Abre su negra boca hasta desencajar la mandíbula y grita. Un grito fúnebre con el que nos arrasa al igual que aquellas lágrimas bajo la lluvia de la tormenta.

Publicado el 4 de mayo de 2020.

Cuentos del Océano NegroWhere stories live. Discover now