Solo mirándolo ya estaba completamente excitado, teniéndolo, besándolo, tocándolo, le iba a follar allí.

Pero aquello no era un baño, y una chica del catering emitió una expresión ahogada cuando los vio.

El rostro de espanto de Misha le tocó.

—Aquí no—pidió el rubio cuando la chica se fue, parecía asustado.

—Ven conmigo.—Le agarró de la mano, y por primera vez, Misha se dejó hacer. Le arrastró hasta la salida, mientras ambos trataban de pasar desapercibidos.

No le soltó ni cuando llegaron a la calle, Izan no se fiaba de Misha, tenía demasiada experiencia con él. Pero el rubio no hizo ademán de soltarse.

Entró a través de los jardines de la Universidad, obviamente podrían ser vistos, de hecho así ocurrió, pero a Izan le importaba bien poco. Pasaron por un grupo de turistas que escuchaban atentos las explicaciones de un guía.

Izan agradecía la cercanía de su estudio, dentro de una de las residencias del campus.

Misha estaba muy callado, muy silencioso y muy dócil, cuando abrió la puerta de acceso con su propio código le miró.

Le soltó, y le miró.

—¿Pasas?—Sería la única deferencia que tendría en ese momento. Respiró un par de veces antes de que el rubio pasara por delante de él y entrara a la residencia.

Su estudio estaba en la última planta, era amplio, su familia podía permitirse eso, y bastante más.

El espacio amplio estaba bien iluminado durante el día, el olor característico del aguarrás que usaba para limpiar sus pinceles para él era familiar, pero sin duda era fuerte para Misha.

Sin embargo, este no dijo nada. Solo se quedó mirando los cuadros, algunos simples bocetos, era él. Todos. Sí.

Le miró, parecía irreal en su espacio, como si hubiera salido de uno de sus cuadros.

Sin aquella mueca hosca, enfadada, venenosa, parecía mucho más joven, mucho más vulnerable.

Izan le tiró sobre su cama, por fin lo tenía en una, por fin lo podía desnudar completamente. Y lo hizo, demasiadas capas después, contempló su cuerpo totalmente desnudo.

Quería dibujarlo, necesitaba quedarse con aquella imagen, pero ahora solo podría hacer un molde con sus labios, con sus manos. Recordarle con su propio cuerpo.

Nunca había deseado a nadie tanto, tanto para querer devorarlo y llevarlo en su interior. Misha parecía querer ser comido, engullido.

Pero fue su boca la que se comió la polla que Izan le colocó, colocado a horcajadas sobre él. Le tragó duro, como él quería follárselo.

El pelo rubio se había desatado de aquella pequeña cola que lo anudaba, desperdigado sobre su almohada, adquiriendo su olor mientras trataba de tragarle completamente. Sus ojos mirándole desde aquel ángulo, acuosos, como si pudiera entrar en ellos.

Izan tomó un bote de lubricante y lo extendió entre las piernas abiertas de Misha, preparándolo.

Escuchó el jadeo y la respiración acelerada haciendo acopio de oxígeno cuando se la sacó de la boca.

El sonido de sus dedos lubricándole el culo era aún más fuerte.

—Fóllame—suplicó Misha, no había nada de ese animal rebelde en él, era todo suyo, por primera vez, era suyo.

Con un condón enfundado, lo hizo, se movió hacia abajo quedando rápidamente dentro de Misha.

Este le apretó con sus piernas, haciéndole que se introdujera más y más. Izan no podía dejar de mirarle.

Había tenido sexo fuerte, salvaje, sí, pero aquello era otra cosa.

Izan nunca había estado furioso cuando practicaba sexo; él disfrutaba de este, como un placer, eso era otra cosa.

Y las embestidas reflejaban su estado de ánimo, Misha iban a acabar con un fuerte dolor en la cadera, en el culo. Y le dio igual, él no era así. Él trataba bien a sus amantes, y luego los dejaba ir.

Le mordió, le mordió el cuello y sobre uno de sus pezones. La rabia que sentía no se iba, no se aplacaba y los gemidos de Misha solo la enredaban a su alrededor.

No le importó cuando este se corrió sobre su abdomen, siguió follándoselo, siguió y siguió. Cerró los ojos, no podía verle. Solo sentirle, blando, completamente blando entre sus brazos.

Explotó dentro del condón, y abrió los ojos. Misha le miraba, cansado, con marcas en su cuello, en su pecho, sus manos clavadas aún en sus caderas que también quedarían marcadas.

Pero eso no fue lo peor, lo peor fue su cara, relajada, casi sonriente; sin rastros de ese chico duro, casi felino que conocía.

—Vete—dijo cuando se quitó el condón y lo tiró.

No escuchó nada, Misha estaba desmadejado aún sobre su cama.

—He dicho que te vayas.—Estaba siendo cruel, y él no era cruel, no deliberadamente.

Misha se incorporó, sin comprenderle, parecía que estaba volviendo de donde se hubiera ido.

—Que te vayas de una puta vez—le gritó, levantándose. No quería mirarle, se veía demasiado pequeño, demasiado perdido.

No vio como le costó levantarse, y recoger su ropa. Ni como se la ponía en gestos lentos, no vio como en sus ojos, esos que podían ser de hielo, se agolpaban unas lágrimas que no dejaría escapar.

Cuando escuchó la puerta cerrarse, atacó todos sus cuadros, los tiró, los rasgó.

No quería volver a verle, no quería volver a sentirle, no quería esa relación; no quería ser el Izan que ni siquiera llegaba a reconocer. No quería nada más con alguien que provocaba todo eso.

No quería nada más con Misha.



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Era complicado que lo de estos dos acabara bien. Si es que cuando lo que sientes se llama obsesión... como dice la canción.


Aquí ando tratado de ponerme las pilas con esta historia, que con la movida de la cuarentena, los he dejado muy olvidados a todos.


Gracias por leer.


Besos.


Sara

TrezWhere stories live. Discover now