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  Despeinados, con muestras caras sucias y aprensivas, nos acurrucamos todos juntos en la neblinosa mañana. Dos hombres descomunales nos han sacado del camión y ahora estamos esperando lo peor.

  Jan se sienta sobre su maleta, observando el suelo, bostezando sin parar. Nadie dice ni una palabra.

  La señorita y el conductor están caminando lejos hacia el final del camión. ¿De qué estarán hablando?

  Estamos en una encrucijada. Puedo ver calles tranquilas que desaparecen en tres direcciones. El pueblo se extiende por dos lados: casas pequeñas, jardines pequeños, una iglesia. No se ve ni un alma, todos están dormidos.

  El camino frente a nosotros desaparece en pastos húmedos donde, desde la niebla, se levantan los lomos inmóviles de las vacas, como piedras blancas y negras en un río gris. ¿Esto es Frisia? Seguramente. No puede ser.

  'Frisia es una de las provincias más septentrionales de los Países Bajos.' me enseñaron en la escuela, lo que me hacía pensar en montañas congeladas y campos de nieve. El Polo Norte, Islandia, Frisia: todos conjuraron una imagen fría y misteriosa de icebergs y auroras boreales, de mundos desconocidos entumecidos por el frío.

  Pero donde estamos ahora es como esas afueras de Ámsterdam que vi cuando tuve un día de bicicletas con mi madre y mi padre durante las vacaciones: árboles verdes, una calle de pueblo, pequeñas casas con techos bajos, absolutamente nada de que jactarse más tarde en nuestra calle, de vuelta a casa.

  Pero quizás esto es sólo una parada en medio viaje, un corto descanso antes de llegar a nuestro misterioso destino.

  Varios hombres salen de un pequeño y sombrío edificio con un resplandor puntiagudo, algo a medio camino entre una iglesia y un almacén. Son campesinos porque llevan zuecos.

  Hablan en voz baja y caminan sin prisas, pesadamente, hacia la señorita. Uno de ellos mantiene abiertas las puertas del edificio y nos llama: debemos entrar.

  El edificio huele a humedad, como si nadie hubiera estado en él por mucho tiempo.
Con cautela arrastramos los pies por el suelo de madera y nos sentamos en silencio en los estrechos bancos alineados contra las paredes. La sala es alta y esta vacía. Hay una estantería de libros con hileras de chaquetas azules y ropa doblada, colgando en dos de las paredes hay pizarras rectangulares, uno de ellos marcado con misteriosas figuras y letras:

PS. 112:4
R. 8+9

  Me pregunto si tiene algo que ver con nosotros. Tal vez hay algún tipo de código que debe ingresarse en nuestra tarjeta de registro para que siempre podamos ser identificados y rastreados.

  En lo alto de las paredes, las pequeñas ventanas con marcos de hierro fundido dejan entrar un poco de luz tenue. Miro la fila de espaldas encorvadas a cada lado de mí. Hay movimiento de pies y una tos ronca. Jan esta sentado a cierta distancia. No se mueve pero sus ojos siguen a la señorita, quien está excesivamente ocupada con el equipaje. Ella cambia y reorganiza las maletas mientras anota en una hoja de papel cuántos ya ha traído y cuáles pertenecen a quién. De vez en cuando nos mira pensativamente y muerde su lápiz.

  Ella nos está repartiendo, pienso para mí mismo. Quiero decirle que Jan y yo pertenecemos juntos, que tenemos que estar juntos.
—Se les dará algo de comer en un minuto. —señala una mesa donde se encuentra un montón de pan con mantequilla, medio escondidos debajo de una tela, al lado de una tetera de hojalata.

FOR A LOST SOLDIER. ||Rudi Van Dantzig.Where stories live. Discover now