Tiene un paquete de cigarrillos en la mano. Saca uno para ella y me ofrece. Niego con la cabeza. Me encanta el aroma del tabaco porque me recuerda a mi abuelo, pero lo cierto es que no me gusta llenarme los pulmones de humo.

-Soy demasiado mayor y estoy demasiado acostumbrada como para dejarlo -dice-, pero por nada del mundo se me ocurriría fumar dentro de mi propia casa. Te lo juro, toda esa gente me comería viva. Espero que no vayas a soltarme un sermón sobre los peligros de ser una fumadora pasiva.
-No, claro que no -le prometí.
-Entonces ¿qué tal si me das fuego?
Le muestro mi bolso en miniatura.
-Una barra de carmín, la tarjeta de crédito, el carnet de conducir y el móvil.
-¿Ni un condón?
-No creía que fuera esa clase de fiesta -respondo secamente.
-Ya sabía yo que me caerías bien. -Echa un vistazo alrededor-. ¿Qué birria de fiesta he organizado que no hay ni una puta vela en las mesas? Bueno, a la mierda...

Se lleva el cigarrillo sin encender a los labios e inhala con los ojos cerrados y expresión de deleite. No puedo evitar que me caiga bien. A diferencia del resto de las mujeres presentes, incluida yo, apenas lleva maquillaje, y su vestido se parece más a un caftán con un estampado de batik tan interesante como su portadora.

Es ordinaria, corpulenta, tozuda y segura de sí misma, lo que mi madre llamaría una descarada, pero yo la encuentro fascinante.

Deja caer el cigarrillo y lo aplasta con la punta del zapato. Luego se da la vuelta y hace una seña a una de las camareras, una chica vestida de negro que lleva una bandeja llena de copas de champán.

La joven forcejea un momento con la corredera de cristal que da a la terraza y por un instante imagino que todas esas copas caen, se hacen añicos contra el suelo y esparcen fragmentos de cristal relucientes como diamantes.

Me veo agachada para recoger uno de los trozos y noto cómo su filo me corta la suave piel del pulgar cuando lo cojo con fuerza. Me imagino apretándolo y sintiendo la energía fluir a través del dolor, del mismo modo que otros confían su muerte a la pata de un conejo.

La fantasía se confunde con otros recuerdos y su fuerza hace que me estremezca. Es rápida y potente y un tanto inquietante porque hace tiempo que no necesito el dolor y no comprendo por qué pienso en él en este momento, cuando me siento segura y controlo la situación.

«Estoy bien -me digo-. Estoy bien, estoy bien, estoy bien».
-Toma una, cariño -dice Evelyn, despreocupada, mientras me tiende una copa alta de champán.

Dudo, intento averiguar por su expresión si ha notado cómo mi máscara desaparecía por un instante, si ha podido entrever mi lado más oscuro. Pero no, su expresión es franca y alegre.

-No discutas -insiste cuando malinterpreta mi vacilación-. He comprado una docena de cajas y odio ver que se malgasta. Para mí no, demonios -añade al ver que la chica le entrega una copa-. Odio el champán. Tráeme un vodka helado, con cuatro aceitunas. Y date prisa, no querrás que me marchite como una hoja, ¿verdad?

La chica niega con la cabeza como si fuera un conejo asustado. Quizá el mismo al que le cortaron la pata para que diera buena suerte a otros.

Evelyn vuelve su atención hacia mí.
-Bueno, ¿qué te parece Los Ángeles? ¿Qué has visto, dónde has estado? ¿Ya te has comprado un mapa de las casas de los famosos? Por Dios, dime que no te has dejado engatusar por toda esa basura para turistas.
-De momento solo he visto muchos kilómetros de asfalto y el interior de mi apartamento.
-Pues es una pena. Pero por otra parte eso hace que me alegre de que Carl haya arrastrado tu flaco culo hasta aquí esta noche.

He engordado seis bienvenidos kilos desde la época en que mi madre controlaba cualquier cosa que me metía en la boca y, aunque me siento perfectamente feliz con las proporciones de mi culo, nunca se me ocurriría describirlo como flaco. De todas maneras, sé que Evelyn lo ha dicho como un cumplido, así que sonrío.

DesátameWhere stories live. Discover now