Capítulo 26

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La ausencia de Carrie en su vida apenas comenzaba a asentarse como una realidad, cuando la secretaria de la señora Robinson le informó que esta quería verlo.

Por un instante volvió a sentir esa adrenalina correr por sus venas —no había sentido nada desde el sábado—, pero la emoción instintiva se esfumó en cuanto comprendió para qué lo llamaba la editora. No hacía falta ser un genio para ver que aquella no era una invitación a reincidir en el pecado, sino un asunto enteramente oficial.

Pasó toda la tarde imaginando cuál había sido la gota que derramó el vaso. ¿Qué había hecho en el pasado cercano para merecerse una amonestación? La respuesta era lo mismo que estuvo haciendo durante meses: nada. Una pregunta mejor sería qué no había hecho para que la señora Robinson le diera una patada en el trasero y tuviese que buscar un nuevo trabajo.

Sonaba ridículo, pero le gustaba estar en Ladies' Choice. Lo toleraba cuando nadie le mostraba la más mínima cuota de respeto y se había convertido en un placer cuando sus colegas empezaron a admirarlo —o, por lo menos, a envidiarlo—.

Recordando las reuniones en las que tenía la última palabra y los atardeceres en compañía de la señora Robinson, Marshall se dio cuenta de que la mejor época de su vida pasó frente a sus ojos sin que él la reconociera como tal. Era eso de lo que hablaba Luisa al referirse a las bromas de proporciones bíblicas que hacía con sus compañeros de la universidad. Era eso por lo que su madre lloraba en las noches más oscuras, mientras rememoraba los días que compartió con el padre de Marshall.

Y él... él se olvidó por completo de disfrutar. Fue tanta su ansiedad, tantos sus miedos e inseguridades, que los meses en los que fue más feliz se le escurrieron entre los dedos como arena. Ya nada podría hacerlos volver. Había perdido a Carrie, a la señora Robinson, y ahora... podía perder su empleo.

Entró a la oficina de su jefa como un zombi, batallando contra el impulso de venirse abajo. La visión de ella lo desarmó. Era la primera vez que lo miraba en meses y él casi había olvidado la fuerza y madurez de aquellos ojos.

Excepto que en esta ocasión, no expresaban nada de eso. Muy por el contrario, se los notaba débiles, suplicantes, como si hubiese hecho algo terrible. Como si hubiese tomado una decisión terrible.

—Siéntese, señor Valenzuela —dijo escuetamente, aunque más que fría, daba la impresión de ser breve por miedo a quebrarse.

Marshall hizo un gesto de solemne conformidad y se sentó ante el escritorio. Era extraño regresar al lado que le correspondía, luego de tantas horas pasadas en la silla grande.

Ella no habló por treinta sólidos segundos y él no la apresuró. Quería retrasar aquello lo más posible, no solo porque podría ser su último día en la revista, sino porque también podría ser la última vez que se vieran.

—Señor Valenzuela, usted sabe el... aprecio que le tengo.

—Lo sé —respondió de forma automática, mirándola sin mirarla.

La señora Robinson se colocó las gafas de lectura y tomó su bolígrafo, a pesar de no tener que leer ni escribir nada. Probablemente el ponerse en ese rol de autoridad la ayudase a distanciarse. Cuando devolvió la vista a Marshall, sus ojos habían recuperado el brillo de la determinación.

—Pero nada superará jamás el amor que le tengo a mi trabajo.

Marshall bajó la cabeza y asintió.

—Peleé con uñas y dientes para estar aquí —continuó ella—. ¿Sabe cuántos años tuve que llevar café y reflectores de un lado a otro? ¿Cree que soy Miranda Priestly? No, yo era Andrea. Y lo fui durante lo que pareció toda una vida hasta que me aseguré este lugar. Y jamás lo solté.

El ascenso de MarshallDonde viven las historias. Descúbrelo ahora