Capítulo 4

305 46 35
                                    

No habló con la señora Robinson ese martes. Tampoco el miércoles y mucho menos el jueves. Durante la semana, se las había arreglado para evitarla a ella y a Fitzpatrick por completo. Solo había tenido que hacerle frente a Brown, y su única interacción consistió en cruzarse en el elevador —por la forma en que lo miraba, intuyó que Fitzpatrick le habría platicado de lo sucedido—.

A grandes rasgos, todo lo que se dedicaba a hacer era pasarse las mañanas y las tardes frente a la computadora, con su tableta sobre el regazo y cientos de recortes a modo de inspiración desparramados por el escritorio. Aquel era su primer proyecto aprobado y sabía que no habría otro si lo echaba a perder. Nunca había tenido una responsabilidad tan grande, lo cual lo hacía preguntarse si estaba listo para la tarea aún mayor de dirigir las juntas creativas.

Es más, ni siquiera debía preguntárselo. Estaba seguro de que no sería capaz. Sin lugar a dudas, la señora Robinson creyó ver cosas en él que no existían. El problema era que si le mostraba la realidad a estas alturas, quizás su fe en él quedaría tan mancillada que ya no lo querría en lo absoluto, en ese ni en ningún otro puesto. Así que evitarla era la mejor estrategia.

Era eso en lo que invertía su tiempo el viernes, cuando Rita Hapkins, la secretaria de Robinson, pasó su corpachón por la puerta del despacho.

—Señor Valenzuela, la señora Robinson solicita su presencia inmediata en su oficina —dijo con vocecilla aguda.

Marshall dio un respingo.

—¿Sabe por qué?

Hapkins negó con la cabeza dócilmente y se marchó. Aquella encantadora mujercita era quizás el miembro más amable del personal.

Marshall caminó el trayecto hacia la oficina de la señora Robinson con las manos en los bolsillos y evadiendo todo contacto visual. Ni siquiera cuando pasó junto a Fitzpatrick —que lo observaba como si supiera lo que estaba pasando y quisiera reírse, a pesar de que lo tenía prohibido— se sintió lo bastante confiado para intimidarla.

Qué extraño era pasar de estar en la cima del mundo a ocupar el rol de corderito asustado de siempre. Le hubiese gustado disfrutar más de su victoria.

Cuando llegó a su destino, la puerta estaba entreabierta. Golpeó un par de veces y la señora Robinson le indicó que podía pasar.

—¿Quería verme?

—Así es, señor Valenzuela. Por favor siéntese.

No podía verle el rostro. Estaba de espaldas a la entrada y de cara a uno de los gabinetes donde se guardaban los archivos. La habitación era tan grande que Marshall tuvo dificultades para dar con el asiento que le correspondía sin quitarle los ojos de encima. Aun así, lo consiguió, desplomándose sobre el cuero negro que parecía tragárselo.

La señora Robinson cerró uno de los gabinetes con un estruendo y giró sobre sus talones para dirigirse a su silla. Con la intensa luz de mediodía colándose por el enorme ventanal, no era fácil distinguir su expresión. Marshall —que de por sí tenía problemas para leer a las personas— era incapaz de deducir si estaba molesta, furiosa o tal vez decepcionada.

—Debo confesar que estoy algo decepcionada, señor Valenzuela.

Decepcionada, entonces.

Marshall se ajustó el nudo de la corbata, intentando ocultar que había tragado fuerte.

—¿P-p-p-... por qué, señora Robinson?

La señora Robinson dejó escapar un suspiro, abriendo el cajón de su enorme escritorio de caoba y rebuscando en él. La pequeña arruga en su entrecejo al no lograr dar con lo que quería era el único indicio de emoción que mostraba.

El ascenso de MarshallWhere stories live. Discover now