Enjaulado

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Me había encontrado exhausto después de observar a la gotera deslizar una promesa de normalidad en forma de perlas sabor tierra por aquella grieta de profundidades inimaginables en el techo.

La ardua tarea, emocionante embarcación, extenuante arte.

La montaña rusa de observar.
Y observar.
Y observar otra vez.
Y observar hasta que la pintura de la realidad se gastara y pudiera observar lo qué hay detrás.

Y detrás no hay nada.
Nada más que nada.

... Veinte segundos.
El viaje impulsado por gravedad de un compuesto químico, ambos descubiertos apenas hace un par de años pero acompañándonos desde que andábamos por el fondo de aguas pantanosas y prehistóricas con antenas y esqueletos de insecto (o, por lo menos, así juran fósiles en museos con tarifas híper-infladas).

La representación de un cuestionamiento resuelto, la respuesta existiendo mucho antes que la pregunta.

Una explicación nadando en un mar de signos de interrogación, un símbolo que bien pudo haber sido reemplazo de ese en el envase de químicos descritos como nocivos que muestra un cráneo y dos huesos.
Veneno para el cuerpo.
Veneno para la mente.
Y veneno para el alma.

Veinte instantes de vida de un diminuto cuerpo de agua.
Un cuerpo existente por una insignificante fracción del tiempo de un universo al que jamás se le acaba el tiempo (o los cuerpos, en todo caso), existiendo a indicaciones de la física hasta destruirse al golpear el suelo de piedra de una celda que me atrapaba a mi de la misma forma que la tensión superficial la atrapaba a ella en una esfera imperfecta.

Caída libre.

La tolerancia que tenía mi cerebro a los entretenimientos primitivos había aumentado junto con las líneas escarbadas en la pared. Pensar en que la copia de mi persona que existe en una línea del tiempo distinta a la mía hubiera alguna vez encontrando tal placer en la forma en que una gota rompe las corrientes de aire en un pestilente hoyo en el suelo es una de las pocas cosas relevantes con las que aún puedo reír.
Chistes existenciales que ese hipotético "otro yo" no encontrado humorísticos en ningún sentido.

Tan secos, blandos e insípidos que se dan vida propia.
Terriblemente divertidos.

Desesperados eran mis intentos de utilizar la energía de mis neuronas en algo además de hacerme cavidades con los dientes en mi propia piel, y la gotera era lo único que se movía en el cuadrado de cemento además de mis venas y mi pecho y mis uñas, que hacían también cavidades en mi piel.

Pero la gotera, este día, era demasiada adrenalina para mí, así que moví mis pupilas algunos centímetros a la derecha.

Una aventura.
Había olvidado las aventuras.

Movimientos sutiles como ese escaseaban, la memorización de hasta el último grano de cal de mi encarcelamiento le habían quitado el misterio de los detalles a la vida.
A mi vida.
Reduciéndose a puntos clave entre los que mi vista saltaba ya de forma inconsciente.

Viajé, pues las distancias, al haberse acortado, se habían alargado también.
Los segundos parecen horas, y las horas, meses.
Y los centímetros kilómetros.
Y los kilómetros, sueños.

... Oh, mi letrina.

En los primeros días (que parecían igual de lejanos que la explosión que dio a luz a todo lo que es conocido como existente y la moda de los pantalones acampanados) de mi estancia en el encierro, admirar la letrina se había presentado como la actividad más interesante, además de gritar hasta que mi garganta sangrara y golpear las paredes con mis puños hasta que, también, sangraran (aún no me han perdonado, por cierto).
Mis interacciones con ella fluctuaron entre intentar escarbar por los muros con su superficie de metal, lanzarla a los barrotes que separaban mi hoyo del pasillo silencioso con el techo gris, arremeter contra el suelo en esperanzas de llamar la atención de algo, lo que fuera, con musicales de valor barbárico y... conversar con ella.

Lockdown: CuarentenaWhere stories live. Discover now