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Por la mañana, mi madre me despertó muy temprano, antes de que se despertase mi padrastro. Salí  arrastrándome de bajo de la cama sin decir nada y con todo cuidado para no hacer ningún ruido. Mi madre descorrió el cerrojo y yo caminé de puntillas hasta la puerta.

-Acuérdate - me dijo mi madre en susurro -, ¡no debes volver aquí nunca más!

Cerró la puerta y yo me fui corriendo por la carretera hasta casa de mi abuela.

-¿Donde has estado? ¿De dónde vienes? - me preguntó la abuela.

-De casa de mi madre.

-¿Y qué ha pasado? - quiso saber ella.

-Nada - le dije -, sólo que no puedo volver allí nunca más.

Y yo creí de verdad que nunca volvería; pero al llegar la noche mi abuela me agarró de la mano y me dijo:

-Ven conmigo - Y los dos fuimos hasta casa de mi madre.

La abuela llamó a la puerta, despacio, tres veces.

Mi madre abrió la puerta. Vimos a mi padrastro detrás de ella, dentado en la cama; se puso de pie en cuanto vio a mi abuela.

-Hola, madre, ¿Cómo estás? - dijo mi madre.

Ella y mi padrastro parecían muy nerviosos, pero la abuela esta tranquila.

-Yo estoy bien, como siempre - dijo la abuela -; pero el chico necesita una cama, y vosotros os toca conseguirla

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-Yo estoy bien, como siempre - dijo la abuela -; pero el chico necesita una cama, y vosotros os toca conseguirla.

Se dio la vuelta, me  puso una mano en el  hombro y nos fuimos.

y me consiguieron una cama; a la semana siguiente, ellos mismo me la trajeron a casa de la abuela. Era de madera, estaba un poco coja porque las patas no eran igual de largas, pero mi tío Luis pidió prestada una sierra y me la arregló.

Después de eso yo solo veía a mi madre algunas veces por casualidad en la calle. Ella me decía siempre:

-Hola, Juan, ¿Cómo estás? - como si yo le importara.

Yo sólo le contestaba:

-Estoy bien, madre - y nada más.

Un día, cuando me la encontré, me di cuenta de que estaba esperando a un niño, y unos pocos meses después el niño nació. Así que tuve un medio hermano, claro que él ni siquiera se entero de que yo existía.

Cuando le vi una vez jugando en un lado de la calle me entraron ganas de pegarle y tirarle al suelo y tirarle patadas, porque él tenía a mi madre y yo no la tenía; pero nunca le pegué. Era sólo un niño pequeño y yo sabía que él no tenía la culpa de nada.

Bueno, y de todas formas, mi vida no era tan mala. Jugaba al fútbol en la calle con mis primos y los otros chicos de la vecindad. Mi tío Rodolfo me enseñó a dar saltos mortales hacia delante y hacia atrás y mi tío Miguel me dejaba algunas veces pintar con sus pinturas. Algunas pocas veces salía a pasear con mis tías como antes hacía con mi madre.

Y otra cosa que también hice fue ayudar a mi abuela a vender arroz con leche en el mercado. Aprendí a servirlo, a cobrarlo y a devolver el cambio, y también a vigilar que nadie se fuera sin pagar cuando la abuela estaba distraída.

 Después de que trabaje unos cuantos días con la abuela ella me dijo que creía que ya estaba preparado para tener un negocio por mi cuenta.

Me compró un equipo de limpiabotas y una banqueta para que se sentaran los clientes y me enseño a lustrar zapatos. Entro los dos pensamos dónde me convendría instalarme para conseguir más trabajo, y decidimos que sería junto a la Oficina de Turismo y la enorme foto de San Pablo que tenía cosas escrita debajo.

 Entro los dos pensamos dónde me convendría instalarme para conseguir más trabajo, y decidimos que sería junto a la Oficina de Turismo y la enorme foto de San Pablo que tenía cosas escrita debajo

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Los primeros días la abuela me vigilaba. Los zapatos de los dos primeros clientes los lustre muy bien, los del tercer cliente me quedaron un poco menos bien.

-Bueno, no importa - me dijo el hombre -, están bien así - y ya iba a pagarme.

Pero la abuela dijo:

-No, no están bien. Tiene que hacer un buen trabajo cada vez y todas las veces. Sin no lo hace, no será capaz de ganarse la vida.

-Tiene usted razón - dijo el cliente.

Así que lustré sus zapatos hasta dejarlo perfecto.

-¿Serás capaz de hacerlo así siempre? - me pregunto la abuela.

Le dije que sí, y entonces ella se marchó otra vez al mercado a vender su arroz con leche.

Lustré muchísimos zapatos, y muy pronto ya me estaba ganando un dólar diario. Los hombres sólo ganan dos dólares al día, de modo que yo no lo estaba haciendo nada mal.

Mientras lustraba sus zapatos hablaba con mis clientes, les preguntaba de que dónde vivían y lo que hacían, y si tenían hijos. Trabajar, era divertido. Todo el dinero que ganaba se lo entregaba a la abuela, y siempre que lo hacia ella me abrazaba sonriendo y me daba un beso y diez céntimos para mí.

El lugar más bonito del mundoWhere stories live. Discover now