Capítulo único

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El emperador Magnus III caminó por los pasillos del enorme palacio, sintiendo su corazón latir con una fuerza atronadora en el pecho. El dolor que se instalaba en su interior era tan amargo, que apenas podía soportarlo. Muchos habían sido desleales, habían confabulado en su contra e incluso, habían tratado de asesinarle y en cambio siempre había salido airoso de ello, sin embargo, en ese momento, se le hacía demasiado difícil.

Los senadores le habían dicho que debía hacer al respecto, pero era evidente que, dentro de él, su propia mente suplicaba a gritos que no lo llevara a cabo. Sabía que teniendo el poder que tenía, podía hacer lo que quisiera sin que alguien pudiese contrariarlo. Pero Charles lo había dejado en evidencia, había mostrado a todos las supuestas fallas que tenía su gobierno, ridiculizándole a tal punto que cualquiera, hasta el más vil de los hombres, se sentía capaz de cuestionarlo. Trató de restarle importancia, convencerlos de que era uno de los tantos desvaríos de Charles, sin embargo, la palabra traición se hizo escuchar por encima de todas las voces

Situaciones drásticas merecían medidas drásticas. No obstante, aún había una oportunidad. Era por eso que había pedido a sus hombres que lo trasladaran a sus aposentos, para hablar con él. Quizás, podría convencerlo.

Al entrar en la habitación, solo bastó un gesto para despedir a los soldados que custodiaban a Charles. Esperó que cerraran la puerta, para recién avanzar un poco. Aquel, al que había considerado su amigo, permanecía allí de pie, dándole la espalda, con las manos atadas a uno de los fierros que componían el dosel y con ese horrible inhibidor de poderes, entrecruzándose en su cabello castaño a modo de enredadera de plata. Casi parecía una corona sobre su cabeza. La corona de la deshonra.

Avanzar provocaba que su garganta se cerrase en un nudo apretado. Ese no podía ser el fin, no debía serlo. Recordó esa vez, en los jardines, cuando conoció a Charles. En ese momento, su nombre había sido Erik, hasta el día en el que le permitieron cambiarlo y, sin embargo, para demostrar la estrecha relación que había entre ambos, Charles aún le llamaba así. Era el único que lo hacía. Habían sido tan pequeños, unos niños inocentes, que, a pesar de todo, eran conscientes de sus destinos. Erik siempre había sabido que el mundo le pertenecería, pero nunca se había imaginado que sería tan difícil, que no tendría lo que deseaba todo el tiempo. No obstante, había pensado que Charles estaría allí para él, en cada momento. Y eso le había parecido suficiente.

Caminó entre la penumbra de la habitación, que era iluminada por las tenues sombras del fuego que ardía en el hogar. La noche había caído y auguraba ser fría o quizás, era que el frio se había colado dentro de él. Se detuvo justo en frente de Charles y retuvo el aliento a la espera de algo que no sabía si llegaría. Los tonos naranjas del fuego, brindaban a su rostro una imagen espectral, que hundía a Erik un poco más en su propia miseria. De repente, vino a su mente el recuerdo de una vez que un oráculo le dijo que los cimientos que había construido, se derrumbarían en el lodo. Aterrado, había huido del lugar y no se lo había confesado a nadie.

Había un sentimiento extraño en el aire que parecía estar cargado de un aura sombría. La oscura noche, se había tendido sobre ellos con un halo de profecía. Apretando los puños, trató de ahuyentar de dentro de sí, los malos augurios. El horror que nacía en su interior, apenas podía sofocarse.

Los ojos azules, grandes y hermosos, se volvieron hacia él, sin amedrentarse siquiera un poco. La emoción en ellos, se le hacía ilegible, por lo que se sentía incómodo. A veces, había deseado tener el poder de Charles, de leer la mente. Probablemente, habría hecho un uso un poco más deshonesto que él. Los dioses realmente sabían lo que hacían y a quienes iban a conceder cierto tipo de favores.

Apartó la mirada, atraído por el estado de las vestimentas que su amigo llevaba puestas. La túnica celeste pálido que Erik le había obsequiado para su cumpleaños, estaba sucia rasgada en el hombro, permitiendo ver la cremosa piel magullada por manos impías y el oscuro pezón. Ni siquiera llevaba un cinto y mucho menos sandalias. Sus pies descalzos sangraban, provocando el deseo ardiente por tirarse ante ellos y besarlos para calmar el dolor. ¿Cómo se habían atrevido a dañarlo? Quería hacerles pagar, a cualquiera de ellos, cada uno de los golpes que había recibido. Sin embargo, debía aceptar que habían sido más que indulgentes. Era probable, que muchos estuviesen de acuerdo con Charles, más de lo que le hubiese gustado admitir. Era por eso que no debía flaquear.

Apología de CharlesNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ