—¿Cómo? —preguntó; no lo entendía a cabalidad, pero confiaba en las palabras de su padre porque él lo sabía todo. 

—Encuentra algo en lo que seas mejor que nadie, algo que te haga feliz, y conviértelo en tu fortaleza. Si todos usáramos nuestras habilidades al máximo para el bien común, el mundo sería un lugar mucho mejor. ¿No quieres mejorar el mundo? —le preguntó con una sonrisa persuasiva. Sarket asintió. Mejorar el mundo sonaba casi igual que salvarlo, como hacían los héroes de las historias que leía todas las noches. Todos los niños quieren ser héroes. 

»Los dioses quisieron que tuvieras ese cuerpo, y a cambio te dieron la inteligencia de tu madre. —Le mesó el cabello con cariño—. Hombres fuertes sobran. Por eso necesitamos hombres inteligentes, gente que sepa usar la cabeza. ¿Entiendes?

Sarket asintió de nuevo con un leve «sí», y removió la alfombra con un pie, abochornado por la rabieta.

—Lo siento. —Su padre volvió a revolverle el pelo, pero no llegó a contestar porque oyó un golpe en la puerta. Alden se asomó con cautela, casi con miedo. Su mirada indicaba que tenía una pregunta que hacer.

—Tu hermano ya se calmó y dice que lo siente. ¿Verdad, Sarket?

—Sí, lo siento. 

Alden entró y cerró la puerta tras de sí. Traía un paquete grande, una especie de estuche de lona negra con una correa para llevarlo a la espalda con comodidad. 

—Espero que te guste —dijo su hermano mayor, y Sarket no esperó para abrirlo. Le llegó el olor del barniz, sus dedos palparon una superficie lisa y… ¡cuerdas! ¡Una guitarra! Como la que tenía el señor que se había detenido a tocar frente a su casa. Ante la fascinación que sentía su hijo por el instrumento, Diether hizo pasar al músico para que tocara en la sala. Sarket pasó horas viendo el ágil rasgar de los dedos sobre las cuerdas y sus pisadas sobre el mango; cuando el músico golpeaba la caja de resonancia, se producía un sonido similar al de un tambor. Era como oír tocar a un grupo de gente cuando solo había una persona con un instrumento.

Sarket arrastró la guitarra fuera del estuche; era tan grande que no alcanzaba el mango.

—Es una belleza de guitarra —dijo Diether. Sarket también lo pensaba. La colocó sobre el suelo, boca arriba—, pero es demasiado grande para él.

—Sí, eso pensé —respondió Alden con la cabeza gacha.

—No hay problema. Encargaremos una más pequeña para que aprenda, y luego podrá usar…

Pero no hubo terminado de hablar cuando Sarket golpeó las cuerdas con la palma de la mano, provocando que vibraran. Golpeó una vez más, y esta vez pisó una cuerda contra el mango con sus pequeños dedos. La nota cambió y él rio con alegría. 

—¡Mira, Alden! ¡Se puede tocar como un piano y como un tambor! ¡Un «pianitambor»!

Y Alden se echó a reír.

***

La segunda vez que despertó, hacía frío. No sabría decir si sus ojos estaban cerrados o abiertos, pues estaba muy oscuro. Los perros de Alden, que tenían por costumbre ladrar a horas inoportunas, permanecían en absoluto silencio. 

Quiso hundirse en el colchón para obtener más calor. Estaba mojado y tan frío que, incluso con sus escasas fuerzas, tiritaba con violencia. Se había orinado encima. Oyó un frufrú ligero y sintió el toque de unos dedos finos y cálidos sobre la frente. Sin más, volvió a dormir.

***

Llovieron libros y lápices, y luego cayó el maletín. Sarket mantuvo una actitud impasible, pero eso no quería decir que no se sintiera nervioso y abatido. Los tres chicos se limitaron a observar, con el fulgor de la malicia ardiendo en los ojos, cómo su víctima se arrodillaba para recoger el contenido del maletín que acababan de abrir y vaciar frente a él sin que pudiera hacer nada. Porque era débil. Porque estaba enfermo. 

Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]Where stories live. Discover now