Prólogo

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Elevó una plegaria fervorosa pese a saber que nadie la estaba escuchando. Rezó por que la tormenta que se avecinaba no embraveciera el mar, ya de por sí traicionero en esa época del año, y por que el barco pudiera zarpar a tiempo. Rezó por hallar descanso y, por qué no, cierta paz en el sur cuando no la había en el norte. Rezó por que Setanta mantuviera su palabra en lugar de enviar a su ejército de chievalieri tras ellas.

Y, por encima de todo, rezó por que los engendros que había matado una y otra vez se quedaran muertos. 

Porque los había matado, de eso estaba segura. La primera vez, tres de ellos emergieron de la penumbra mientras transitaban los caminos a las afueras de Bai Quan; los abatió con flechas certeras y huyó del área con su compañera. La segunda vez eran seis. Aprovechó la fragilidad del paso que estaban cruzando para provocar un derrumbe, con lo que murieron aplastados bajo las rocas. La tercera vez eran veinte. Hastiada, los hizo pedazos con todos los recursos que tenía a su disposición: agujas de hielo atravesaron sus cuerpos mientras un fuego abrasador cocinaba sus órganos, si es que tenían. Desgarró sus cuerpos bajo una lluvia de esquirlas de roca y, cuando estallaron en un cúmulo de diminutas estrellas, el viento arrastró sus restos. 

Nadie, nada, podía sobrevivir a lo que les hizo.

Se atrevió a acercarse a la ventana para otear la oscuridad en busca de las aberraciones. El efecto cueva dentro de la habitación constituía un refugio incluso ante los ojos más agudos, pero no estaba de más ser precavida: ellos siempre se ocultaban bajo el manto de la noche para obrar sus artimañas. Entrecerró los ojos y se esforzó por ver más lejos, calle abajo, hasta donde permitía la luz de una bombilla moribunda. No distinguió ninguna figura merodeando junto a los raquíticos helechos que se sacudían a merced del viento.

Se alejó de la ventana al oír movimiento tras de sí. En la cama, la figura de una joven se agitaba en sueños y susurraba palabras inconexas. Abandonó su puesto y fue a pasar la mano por las finas hebras de su cabello, remembrando el blanco puro que habían tenido que teñir de rubio. Pensaba que era una lástima, pues aquel color y textura se asemejaba mucho a la nieve lejana. Retuvo la mano sobre la cabeza de la joven incluso después de que esta se calmara.

«¿Cuánto tiempo podremos seguir así? —se preguntó—. ¿Hasta cuándo podré protegerla?». No lo sabía. Sus enemigos rehusaban morir y tenían los sentidos tan agudos que las encontraban con la facilidad de una jauría de sabuesos en pos del rastro de un zorro cansado por la persecución. Ellas, en cambio, no podían percibirlos hasta que los tenían encima. Localizarlos a través de medios mágicos era imposible, pues, al contrario que cualquier ser viviente, no emitían ninguna presencia, y sus cuerpos estaban conformados por una sustancia tan extraña, tan diferente de la suya que pasaban inadvertidos a los sentidos de un mago. Solo los ojos podían detectarlos. Usaban su habilidad de cambiar de forma para pasar por humanos, pero incluso el disfraz duraba poco. Algo en ellos estaba… mal. No que fueran malvados. No, ella se negaba a conferirles ese atributo cuando aún no habían demostrado una inteligencia superior. Más bien, su mera visión ocasionaba una extrañeza que rayaba en la repulsión. De ahí pasaba a ser miedo, y del miedo al odio.

Se giró sobre los talones para volver a su puesto, pero sus pies se detuvieron al llegar a la ventana. Desde el suelo, unos horribles ojos violáceos, del color de una herida infectada, le devolvían la mirada.

«Sabe que estamos aquí».

En apenas dos latidos del corazón alzó el arco y una flecha de luz atravesó el cristal con un estrépito de vidrios rotos. La criatura esquivó el proyectil como una rata escurridiza y se perdió en la noche. Aquello le resultó tan extraño que pestañeó. Era la primera vez que veía a uno huir.

Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora