Cuarta parte

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I


LOS Karenin continuaron viviendo bajo el mismo techo, viéndose diariamente, pero mostrándose completamente extraños uno al otro. Alexiéi Alexándrovich se imponía como un deber evitar los comentarios de los criados, para lo cual veía todos los días a su esposa, pero rara vez comía en casa. En cuanto a Vronski, no aparecía por allí; Anna iba a verlo fuera, y su esposo lo sabía.

Los tres se resentían de una situación que hubiera sido intolerable si cada uno de ellos no la hubiese juzgado transitoria. Alexiéi Alexándrovich esperaba que aquella pasión se extinguiera, como todo en este mundo, antes que su honor se manchara ostensiblemente. Sobre Anna, de quien dependía esa situación, pesaban las consecuencias de una manera más dolorosa; aceptaba su posición, porque tenía la seguridad de que la situación iba a resolverse rápidamente. También Vronski había acabado por creer lo mismo.

Hacia mediados del invierno, el conde pasó una semana aburrida, pues le encargaron que acompañase a un príncipe extranjero para que viese los sitios emblemáticos de San Petersburgo. Este honor se debía a que Vronski tenía buena presencia, dominaba el arte de mantener la compostura digna y respetuosa y tenía costumbre de tratar con personajes de alta clase. El príncipe quería hallarse en estado de contestar a cuantas preguntas se le dirigieran al regresar de su viaje, y aprovecharse de todas las diversiones esencialmente rusas. Era preciso, por tanto, recorrer la ciudad por la mañana y divertirlo por la tarde. Ahora bien: nuestro personaje gozaba de una salud excepcional incluso entre los príncipes, y gracias a los ejercicios y minuciosos cuidados higiénicos, había llegado a tal fuerza que, aunque se pasase a veces con los placeres de la vida, parecía siempre un pepino holandés, grande, verde y brillante. Había viajado mucho, y consideraba la facilidad de las comunicaciones modernas como una ventaja preciosa para poder divertirse de diversas maneras. En España había participado en serenatas y tuvo una relación con una española que tocaba la mandolina; en Suiza había cazado gamuzas; en Inglaterra se entretuvo en saltar los vallados como un jóquey, haciendo una vez la apuesta de matar doscientos faisanes; en Turquía penetró en un harén; en la India se paseó en elefantes, y ahora quería conocer los placeres de Rusia.

Vronski, en su calidad de maestro de ceremonias, organizó, no sin dificultad, el programa de las diversiones: el príncipe comenzó por probar los bliny, asistió a las carreras de trotones, a la caza del oso, a las expediciones en trineo y a las fiestas con los gitanos que generalmente terminaban rompiendo los platos y las copas. El príncipe se familiarizaba con estas diversiones sin dificultad alguna, y se extrañaba, después de haber tenido a una gitana sentada en sus rodillas y de romper cuanto se le venía a la mano, que el brío ruso no pasara de ahí. A decir verdad, las actrices francesas, las bailarinas y el champaña fue lo que más le divirtió.

El conde conocía a los príncipes en general; pero bien fuese porque había cambiado en los últimos tiempos o porque la intimidad de aquel a quien debía divertir fuese particularmente penosa, la semana le pareció cruel; experimentó la impresión de un hombre encargado de cuidar de un loco peligroso, que temiera a su enfermo, y que fuese a perder la razón. Vronski sentía constantemente la necesidad de mantener aquella manera formal y respetuosa para no mostrarse ofendido. Vronski se llevó una sorpresa al ver que a aquellos, quienes se dejaban la piel para que el príncipe se divirtiese y disfrutase, los trataba con desprecio absoluto. A pesar de su reserva oficial, se sonrojaba de cólera más de una vez al escuchar las reflexiones del príncipe sobre las mujeres rusas que se dignaba estudiar. Lo que más irritaba a Vronski en aquel personaje era reconocer en él como un reflejo de su propia individualidad y este espejo no tenía nada de lisonjero; la imagen que veía era la de un hombre de buena salud, muy remilgado, necio, satisfecho de su persona, de trato siempre igual con sus superiores, sencillo y bonachón con sus iguales, fríamente benévolo con sus inferiores y conservando siempre la desenvoltura y modales de un caballero. Vronski se reconocía en esto, pero como su categoría era inferior a la del príncipe, la expresión desdeñosa de este lo exasperaba. «¡Qué personaje! —se decía—. ¿Será posible que yo me semeje a él?» Al finalizar la primera semana experimentó un gran alivio: el príncipe emprendía un viaje a Moscú. Lo acompañó a la estación del ferrocarril, tras regresar de una cacería nocturna de osos, donde se puso a prueba la audacia rusa. El príncipe le expresó su agradecimiento y Vronski se sintió feliz de librarse de tan enojoso espejo.

Ana Karenina (Vol. 1)Kde žijí příběhy. Začni objevovat