Genes

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Son los días más fríos del año en Madrid. El tiempo ha cambiado, y ahora febrero no es como antes.

Una chica, Elisa, de pelo negro y liso, se sienta en una terraza techada. Lo hace después de haber tenido una conversación sobre si la estupidez ya viene programada en los genes. Está irritada, y la terraza techada le sirve para desconectar y fumar, si puede ser, con la bebida más fría que existe.

Así lo pide a la camarera, que con desgana recoge las tazas de los anteriores clientes. Quiere la bebida más fría. Y, la camarera desganada, por no discutir, dice que vale, sin saber cómo dentro del bar conseguirá esa bebida.

Después de quince minutos, trae un vino, servido en copa congelada, y con cinco hielos dentro, que no dejan casi espacio al líquido.

Elisa da una calada a su cigarro y, explica a la camarera, que la bebida más helada jamás puede estar condicionada por la cantidad de hielo. Más bien, quiere algo frío. No algo que ha estado a temperatura ambiente, y luego se ha enfriado.

La camarera desganada tardará, y así se lo aclara. Pero a Elisa no le importa esperar. Tiene tabaco y una conversación en la cabeza sobre si la estupidez ya viene programada en los genes.

Viene un camión. La cuenta será cara, porque un hombre transporta con cuidado una botella de cristal. No hace falta que pregunte. Porque ya sabe que esa botella es para ella. Fuera empieza a nevar.

En Madrid. Es febrero y nieva. Y alrededor, unos se alegran y otros no. Hay poco espacio, y los clientes solicitan una taza de café en la terraza techada. Para poder fumar acompañado de lo que sea que esté caliente.

Del camión el hombre baja varias cajas de bebida, y mientras, a Elisa le sirven una de las botellas de la bebida más fría. Sin hielo, y sin ningún truco térmico en el recipiente.

Con el primer sorbo no parece que lleve alcohol. No parece un zumo, ni nada que haya probado antes.

La camarera desganada organiza el resto de las mesas de la terraza, mientras explica a los curiosos lo raro que hay en todo aquello.

La botella tiene un ligero color azulado. Es chata. Y solo tiene un texto de advertencia en el cuello:

¿Para qué?

Un hombre bigotudo, y abrigado como corresponde, pide con efusividad lo mismo que toma la muchacha. Así lo dice. Y ríe.

Él no tiene que esperar tanto. Ni al camión ni a la camarera. Y con el primer sorbo, se altera. Se descontrola por los temblores, y por la posible hipotermia, que dentro de poco seguro empezará a experimentar. Se va. Y deja hueco a otro bigotudo, que se sienta en la mesa de al lado junto a su mujer bigotuda.

La terraza techada ya está llena. Y la gente empieza a esperar fuera con la nieve. Al mismo tiempo, una señora apuesta, como corresponde, pide la bebida que está tomando la amable señorita. Así lo dice. Y sonríe con ternura.

Elisa da un sorbo largo. Tose. Y fuera piensan en la posible hipotermia. Pero no.

Ya están servidas otras dos botella. Para el bigotudo y la señora apuesta. Y fuera aplauden a los aspirantes, aunque la camarera piensa que los aplausos son para ella, que, por primera vez en cinco años, sirve los pedidos con cierto salero y alegría.

Y es que la bebida más fría capta la atención, expectación, y sensaciones de todo el que pasa por ahí.

Antes de empezar, el señor pide un protector de estomago y una estufa cerca. Su mujer bigotuda, asiente. Bigotudos, pero previsores.

La señora apuesta pide el abrigo que más abriga, que trae su hija—que no trabaja—recién comprado, y listo, preparado, para todo lo que suponga abrigar.

Los dos lo hacen a la vez. El sorbo. Y solo con mirar los rostros, el público, que ya es público y no clientela, sabe que es cuestión de tiempo que los participantes caigan en una hipotermia.

No pueden con más, y se van asustados, no quieren morir por el capricho de probar la bebida más fría en el invierno de Madrid. Son mayores, y saben que el invierno no es como antes.

Cuatro clientes piden la bebida más fría. Dejan a sus acompañantes, y prescinden de la mesa. Solo necesitan una silla. Rodean, así, a Elisa que está a falta de un sorbo para terminar. Antes, se enciende otro cigarrillo. Y contempla, sin necesidad de estufa, de abrigo, o:

Esclavos. Uno de los cuatro clientes llama a uno de sus esclavos, que está prohibidísimo en Madrid tener esclavos. Pero los tiene, y será uno de ellos el que se termine la bebida más fría.

Animales. Otro es dueño del zoo, y pide que, con extrema rapidez, traigan al mejor pingüino de todos.

Invocar al diablo. Nadie lo sabe bien, pero uno de los clientes asegura que verá bajar el líquido de la botella. Según asegura él, por deseo del mismísimo diablo.

Hay gente que se va por miedo, pero llega tanto público nuevo, que la expectación va a más.

El otro cliente dice que él estuvo en la guerra, y que si sobrevivió a la guerra, también sobrevive a una botella de cristal.

El esclavo llega. No entiende nada; Y el pingüino no puede entrar porque una manifestación en contra del maltrato animal se lo impide. Será rescatado. Y el esclavo está un poco celoso.

Se empieza a formar un rito satánico con fuego en el suelo de la terraza techada, y Elisa da un sorbo, se lo termina y se va. Sin llamar la atención. Muchos gritos, televisiones ya, y polémicas.

Elisa va al fondo, se enciende otro cigarro, acaricia al pingüino que va a ser trasladado de inmediato al mar abierto del polo sur, y observa.

No se puede probar si la estupidez está en los genes, pero que la estupidez existe, de eso Elisa no tiene ni la menor duda. Al menos la estupidez ofrece algo de espectáculo gratis, piensa. Por la estupidez del resto, se ha ido sin pagar.

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⏰ Ultimo aggiornamento: Feb 14, 2020 ⏰

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