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  El panorama era funesto. Me apenaba que el campo y los bosques de alrededor no estuvieran como antes. Las casas de la pequeña villa que éramos estaban devastadas, y los campos todavía con algunos órganos en descomposición y sangre seca. Los árboles estaban rotos en su mayoría por balas, o por granadas. Todo era horrible de ver, y el cielo, pese a estar azul, no infundía ninguna alegría. La guerra había terminado hace relativamente poco, pero el sino de la humanidad no quería dar lugar a la alegría y prosperidad, pues se estaba expandiendo una pandemia horrible que no dejaba muchos supervivientes. No sabíamos de dónde venía, aunque cuando fui a la ciudad a por el periódico escuché a algunos eruditos expresar sus sospechas de que venía de España. Honestamente, no me importa, ni me importa qué opinen esos arrugados, hablan demasiado, pero luego no hacen nada. Ser inteligente no es útil, y serlo demasiado resulta peligroso, así que sería mejor si mantuvieran sus bocas cerradas. 
  Llegué a lo que quedaba de mi casa. No estaba en ruinas, simplemente estaba vacía. Dejé el periódico en la mesa en la que lo solía leer mi padre, y me fui a mi camastro. ¿Qué hacía ahí realmente? Realmente no tenía ni idea. No tenía ningún futuro en esa casa, ni en lo que quedaba de campo. 
-Podría ir a la ciudad...
  Me di cuenta de que lo dije en voz alta. Me sorprendió, no decirlo en voz alta, sino escuchar mi voz. ¿Hace cuanto que no hablaba? ¿Y que no oía a alguien sin gritar o de pasada? Agité mi cabeza, sacudiendo esos pensamientos, pues solo ocupaban espacio útil de mi conciencia.
  Ir a la ciudad podría funcionar, ahora que iban a volver a fabricar útiles de cocina y comida, seguro que necesitarían mano de obra joven y sana...aunque no esté del todo sano, sí que estoy exento de la gripe, vaya.
  Me dispuse a recoger todo lo de valor de mi casa, pero quitando unas ropas, no había mucho más. Mezclé las ropas con un pan que había hecho uno de los vecinos que tenía, las pocas frutas en buen estado que encontré en casa, y me dispuse a irme sin fijarme mucho más en esa casa que no quería ver más.
  Empecé a caminar rumbo a la ciudad, más me di cuenta de que no llevaba nada de agua. No aguantaría mucho sin agua por el campo. Me di media vuelta, pero tras echar un vistazo a mi casa, decidí que no iría ahí, no podía mirarla, mucho menos volver a entrar. Puse rumbo a casa del panadero, dispuesto a pedirle agua.
-¡Tristan! Qué raro verte antes de la semana que viene, esperaba que todavía te quedase un pan. 
Me quedé mirando la cara del panadero. Estaba manchada levemente de harina, pero pese a ello se podían ver sus sonrosadas y grandes mejillas. Era curioso como un hombre en esa época podía tener algo más que alimento suficiente para alimentarse, aunque él vivía solo y era un buen proveedor de la ciudad, siempre se sorprendía al ver que todavía habían personas que no pasaban hambre.
-Hola, Rory. Todavía me queda un pan, no te has equivocado. Vengo por otro tema.
-Oh, claro, cuéntame, intentaré ayudarte si está en mis posibilidades.
  Me gustaba Rory. Él siempre nos ayudaba, y hacía un pequeño bizcocho para mí en mis cumpleaños. Muchas veces venía a mi casa a hablar con mis padres sobre cosas que veía en la ciudad cuando iba. Nosotros nunca entrabamos demasiado, pues no nos concernía ir más allá que al puesto del chico de los periódicos. Muchas veces Rory nos reprochaba no adentrarnos más allá, pues decía que habían cosas interesantes.
-Estoy pensando en ir a la ciudad. Quiero hacer algo, y quedarme en casa no me ayuda -Rory dirigió su mirada a mi casa, apenado. Seguramente él también recordó a mis padres-. Tengo todo preparado, pero no tengo ninguna cantimplora. ¿Tienes una?
-Sí, tengo una que te puede servir -dijo, y acto seguido se retiró, para salir después de unos momentos con una cantimplora gris y abollada-. Era de mi hijo.
  Nunca conocí al hijo de Rory. Murió en la ciudad, apuñalado, pero él era mucho mayor que yo, y para cuando yo era lo suficientemente mayor, él nunca estaba con su padre. Poco después, la esposa del panadero murió enferma. Mi madre decía que le enfermó la tristeza que sentía al haber perdido a su hijo de forma tan miserable. Aunque yo creo que eso es mejor a ver como muere degenerándose con una gripe u otra enfermedad.
-¿Seguro de que me la puedo quedar? -Pregunté, inseguro de llevarme un recuerdo de su hijo.
-Claro. Yo uso la mía, y no ayuda a nadie estando tirada en un rincón, ¿no estás de acuerdo?     Además -dijo, esbozando una sonrisa melancólica- te pareces un poco a él. 
No quería decir mucho más. Remover en el pasado nunca acababa siendo agradable para nadie, pues nadie disfruta evocando fantasmas. Le agradecí la cantimplora, y dispuesto a irme, Rory me detuvo, dándome un bizcocho pequeño, pero que se notaba reciente, pues la cobertura todavía estaba algo caliente.
-Me ha sobrado uno de la tanda de hoy -dijo, sonriendo- y yo ya como demasiados. Espero que lo disfrutes y me digas qué tal estaba.
  Se lo agradecí y, esta vez sí, me fui dejando atrás los buenos e infantiles recuerdos, dispuesto a afrontar la vida en la ciudad, y esperando no acabar como el hijo del panadero. Las lágrimas me comenzaron a caer por la cara, curiosamente al mismo ritmo con el que mi bolsa golpeaba mi mochila suavemente. Casi me daban ganas de girarme, pues esos toques parecían mis padres, despidiéndose de mí y dándome ánimos, pero no me volvería. No volvería la cabeza solo para ver fantasmas que realmente no estaban ahí.


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⏰ Dernière mise à jour : Jan 13, 2020 ⏰

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La ciudad humeanteOù les histoires vivent. Découvrez maintenant