Nacida del odio

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El aire sacudía los picos del Glaciar Veloaterido de manera implacable, pero eso no importaba a la matriarca vrykul. Entre las canas de su salvaje melena de bucles dorados los copos de nieve, azotados por el viento, se camuflaban y fundían, pero no por ello la mujer hizo gesto alguno de volver a calzarse la capucha y anudarla para evitar que el aire gélido le cortase las mejillas de pómulos marcados. La mujer miró un momento al este, en dirección a Gol Koval, levantando levemente la barbilla, pensando en el poblado. 'Resistirán', pensó. 'Tienen que hacerlo.'

Kaeva miró después hacia el vidente con sus grandes ojos verdes, de un tono claro, surcados por una franja de pintura roja de lado a lado del rostro.Tenía una nariz de corte duro y recto, poderosa, unos labios bonitos pero a menudo demasiado fruncidos y apretados. De sus labios y hacia la barbilla nacía otra pintura, en forma de fina columna roja, del grosor de un dedo. El vidente, por su lado, sí que se cubría la cabeza, ya sin un sólo pelo en ella, con la capucha para resguardarse. A pesar de su edad, su barba castaña aún mantenía bastante más color del que cabía esperar. Las mujeres que habían venido con Kaeva formaban un correo en torno al hombre, cubriendo el fuego sobre el que el vidente preparaba una infusión que debía tomar antes poder hablar.

Las mujeres se apartaron al unísono cuando retiró el recipiente y arrojó el resto de hierbas al fuego, aspirando profundamente el humo que resultó de la quema de las plantas. El hombre se tomó su tiempo, tanto para inhalar el humo y aguantarlo en su interior, como para beberse el té preparado con ellas. Kaeva estaba nerviosa, pero no quiso cometer el error de apremiar a un vidente. Aunque los espíritus le habían conferido un gran poder, eso no le daba potestad de interrumpir a uno de sus siervos, y menos aún a uno capaz de escudriñar el destino a través del consejo de los más ancestrales moradores de Drustvar. La tradición dictaba que en lo alto del glaciar, atraídos por las corrientes, los espíritus de los sabios y guerreros vrykul que no habían sido vinculados acudían en tiempos de necesidad para prestar su consejo.

Tales eran esos tiempos. Desde lo alto de la montaña podían verse los navíos humanos llegando a aquella región de Kul Tiras para continuar la guerra contra los Drust. Los Drust, rudos guerreros y marineros vrykul, habiendo reclamado éstas islas para sí, no estaban dispuestos a claudicar Drustvar a los invasores mientras quedara uno sólo en pie. Kaeva lo sabía. De lo que no estaba tan segura era de la victoria. Los humanos habían vuelto en mucho mayor número que la primera vez, y aunque no cabía duda de que ellos eran mejores guerreros y que combatían desde la seguridad de conocerse el terreno, llegaría un momento en que la fuerza de los números no estarían de su lado. A Kaeva, apodada la Madre Sangrienta, la conocían por muchas cosas, pero el miedo no estaba entre ellas. Jamás había vacilado un ápice en utilizar su magia para meter en vereda a otras tribus y aldeas. Durante años, la bruja Drust sólo tuvo dos obsesiones que dirigían su vida: la comunidad bajo su ala, y el deseo de ser madre. Pero mientras que los espíritus la habían dotado de la sabiduría para dirigir y la magia para dominar, la naturaleza no le había otorgado la bendición de engendrar una bruja que siguiera sus pasos. Había buscado consejo y remedio en todas las brujas que conocía, había probado todo cuanto sus hermanas más cercanas podían darle, pero ningún varón engendraba en su vientre. A pesar de que le aconsejaron que cesara en su empeño, en que no nadase en contra de la corriente que la naturaleza había dispuesto, Kaeva no lo aceptó. Creyó que tenía tiempo. Que tarde o temprano descubriría la forma.

Pero el tiempo se había agotado.

A menudo, el miedo a perderlo todo arranca las peores decisiones de los corazones mortales. Las brujas se miraban unas a otras, nerviosas por un lado, expectantes por otro, mientras esperaban la respuesta del vidente. Conocían el plan de Maeve, pero antes de aprobarlo necesitaban la respuesta de los espíritus. El hombre miraba hacia las llamas con un embelesamiento absoluto, mientras su crepitar, junto con el aullido del viento, era el único sonido que trataba de disimular la tensión del lugar. Cortó la palma de su mano con una daga y la aferró alrededor de una efigie Drust, cuyas runas encerraban el alma de un antiguo sabio. La figurilla, hecha de hueso, madera y plumas, se manchó de rojo y se volvió pegajosa al tacto.

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⏰ Last updated: Jan 06, 2020 ⏰

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Claudia CrawfordWhere stories live. Discover now