Bienvenido al bosque de Drustvar. Que nunca vuelvas por aquí.

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Era una tarde como tantas otras en Kul Tiras, con un sol clemente, y con el viento suavizado en una agradable brisa que se adentraba desde la costa para mecer de forma amable las copas de los aparentemente maltrechos y retorcidos árboles del bosque de Drustvar. Petrus y sus compinches se habían adentrado bastante al sur, confiados en lo bien que había resultado ser su partida de caza hasta llegar a la linde del bosque. Ahí empezaron las dudas del grupo. No tanto así las del muchacho, que estaba dispuesto a continuar la marcha, envalentonado por la cantidad de piezas que habían conseguido durante el día. Conseguir añadir una cabeza cazada en el bosque cerrado de Drustvar sería todo un logro del que presumir ante los nobles y especialmente ante los camaradas de su joven edad.

Por supuesto, era una idea terrible. O al menos, eso pensaban los demás. El bosque era famoso por sus misterios y rumores. Petrus creía que, como rumores que eran, probablemente era algo exagerado, distorsionado, originado en el miedo a lo desconocido, a las supersticiones, y a las habladurías de la gente. La valentía, unida a una inherente estupidez en las intenciones del muchacho de demostrar su valía, adormilaban el buen uso del sentido común. Sus compañeros se negaron en rotundo a continuar, y aún así, él no se amedrentó. Estaba convencido a internarse en el bosque, aunque fuera para abatir una presa pequeña y llevarse un puñado de tierra de allí, pero al menos, sus compañeros serían testigos de que tuvo los arrestos necesarios para poner un pie en el bosque.

Aún faltaba para el anochecer, pero el sol comenzaba ya a descender desde su punto más alto. La luz se filtraba con timidez a través de la multitud de ramas que formaban un entramado que copaba la vista casi incluso impidiendo ver más allá de ellas. Petrus escuchó el suave piar de un pájaro a su izquierda, en la distancia. Su cabeza se giró en esa dirección, pero no vió pájaro alguno salir en aquel punto. En su lugar, juraría haber visto algo diferente, algo más grande. Alguien. Sacudió la cabeza. El pájaro volvió a piar al frente, y a su izquierda, pero también a su derecha. Suspirando y agarrando su arma con fuerza, siguió adelante. Un pajarito no sería algo impresionante que llevarse. Tenía que llevarse al menos un conejo. Quizá un jabalí, si hubiera venido alguien más con él. Pero sólo, no podría.

Siguió caminando, y definitivamente, algo no iba bien. Había ido siguiendo un rastro, o eso creía, pero juraría que había algo flotando en el aire. El bosque parecía haber crecido, de alguna forma. Frente a él, partículas de polvo, flotaban y brillaban a su alrededor. Se pellizcó el puente de la nariz, entornando los ojos, dudando ya de si sería buena idea continuar. Miró atrás. Juraría que los árboles se habían movido. Que el camino por el que había venido, ya no estaban. Que, en su lugar, las zarzas habían tomado posesión del sendero y ya no había forma de avanzar sin un machete. Machete que no tenía. Volvió la vista al frente. ¿En qué momento los árboles se habían retorcido tanto como para que sus ramas formasen un arco sobre... ¿un sendero? No había camino antes ahí. ¿O sí? Parecía tan claro ahora, que se sentía estúpido de no haberlo visto antes, marcado en el suelo, de forma casi imperceptible, pero imposible de obviar una vez te dabas cuenta.

Empezó a temblar un poco, inquieto. Tendría que estar buscando la forma de dar media vuelta, y sin embargo, ahí estaba, un paso tras otro, adentrándose en aquel bosque en el que quizá, sólo quizá, se reforzaba como pésima la idea de haber puesto un pie en él. Fue entonces, cuando más convencido estaba de dar media vuelta, cuando vió un pequeño claro en el bosque, en el que había un viejo roble, nudoso, de tronco ancho y ramas retorcidas. Había numerosas raíces enroscadas frente al roble, rodeando algo... o alguien. Se acercó, pensando que quizá pudiera darle indicaciones, o... más bien, requerir su ayuda. La figura parecía atrapada por aquellas raíces, descansando en el aire sostenida por ellas. Al acercarse, ya estaba claro que la figura pertenecía a una muchacha, una muchacha de piel ligeramente oscura, tostada, de un suave color marrón claro. Apenas llevaba más que una sobrevesta rasgada para cubrir su pecho y un faldón raído de cuero alrededor de su cintura. Llevaba pulseras en manos y tobillos, pero iba descalza. Sobre su rostro, ocultando la mitad superior de él, llevaba el cráneo de un ciervo con largas astas, a modo de máscara. Sus ojos cerrados se veían a través del hueso. Los animales parecían agitados a su alrededor. Silbaban, se movían, pero no era capaz de verlos. No, era peor que eso.

Claudia CrawfordWhere stories live. Discover now