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Miró a través de la ventana. Su habitación lucía eternamente monótona. Estaba aburrido, y se sentía cansado, aunque no estaba seguro de porqué, los últimos tres días se las había pasado frente al monitor de su computadora, viendo videos de conspiraciones.

Su habitación era pequeña, de apenas unos ocho metros cuadrados. Estaba abarrotada de papel enrollado, cajas con botecitos de pintura y libros. No había terminado ninguno de ellos en meses, ni siquiera los había hojeado. Novelas negras de ficción rara, misterios, ese tipo de cosas. Su televisión estaba en el suelo, con el cable enrollado por entre la antena. No la había encendido, en dos años, todas las series de televisión que quería ver, las había dejado a medias, por alguna razón, no paraba de hacerlo.

El pequeño cuarto, abarrotado de cachivaches, estaba en la segunda planta de esa curiosa casa verde limón; solo las farolas anaranjadas de la calle y la luz de la luna le iluminaban, fuera de eso, estaba casi sumido en las penumbras de la noche.

–Tarea. –pensó aquél joven, tumbado en una silla con ruedas, dando vueltas junto a su cama, sintiendo el frío soplo del viento otoñal–. Estoy cansado de la tarea, estoy cansado de hacerla y también estoy cansado de no hacerla. –Giró la mirada al escritorio, su computadora yacía ahí, al lado de tres libros, dos cuadernos y un botecito lleno de lápices–. ¿Qué hago? –Se preguntaba en silencio una y otra vez–.

La noche estaba calmada, su puerta cerrada, y parecía que algo le aplastaba, dentro suyo, un sentimiento de opresión le consumía, como sentirse gris, desgastado, incapaz de levantarse de la silla. No era exactamente pereza, sabía a la perfección que tenía que hacer la tarea. Pero era una pelea, consigo mismo, el solo pensamiento de levantarse y leer el libro le parecía abrumadora. Si continuaba así, reprobaría el curso.

Así que miró por la ventana, miró a dos personas pasar, una chica sudorosa con una cola de caballo, ropa de licra y audífonos que corría en la noche, ejercitándose. Luego, un hombre rechoncho, con una barriga prominente, calvo y con gafas, usando unos shorts y sandalias, mientras paseaba a sus perros, dos Golden Retriever y un pastor alemán.

Hacía calor, pero no podía evitar la sensación ambivalente entre quitarse el pesado abrigo con felpa de encima, y permitirse que la ventisca le diera en el pecho, en especial sintiendo todo ese sudor en el cuello y en la espalda.

–Un poco de música, quizá, avive las cosas. –Se puso sus audífonos, pero su reproductor se apagó, había olvidado conectarlo a la corriente–. Tengo que hacer la tarea, o voy a reprobar. Tengo que hacer la tarea, se repetía una y otra vez.

Esta sensación ya la había experimentado antes, en la primaria, cuando era apenas un niño, y siendo adolescente en grados posteriores. Estaba cansado, quizá incluso deprimido. Anhedonia, síndrome de Burnout, quién sabía. Solo sabía, que estaba agotadísimo. Tan cansado que pensó que estaba soñando, cuando nuevamente, vio pasar a la chica de la coleta, sudando, y el hombre regordete, paseando a los mismos perros.

Confuso, esperó, esperó el mismo tiempo que había transcurrido, hasta que los volvió a ver, vio a la mujer de espaldas sudando y a los perros siendo paseados por su dueño gordo, una vez más.

Esperó un poco más y sucedió de nuevo. Era insólito, ¿quién podría estarle gastando una broma tan absurda? ¿Qué demonios significaba? ¿Quiénes eran esas personas?

–Estás aquí, cuando deberías estar haciendo la tarea. –Una voz, delicada y profunda se escuchó repiquetear entre los muros. Una boca, de labios grandes y dientes pequeños hablaba casi silenciosamente. No hubo gritos, ni estruendosas acusaciones, solo una voz delicada, un recordatorio–. Estás haciendo cosas, y pensando cosas, y piensas en hacer cosas.

Una Sensación en GrisWhere stories live. Discover now