Capítulo 4

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—Que el príncipe te invite al castillo no es una nimiedad, Franccesca—espetó mi madre enseñando aquella vena en su frente que solo salía a la luz en situaciones de mucha tensión—. Si te ha llamado es porque algo malo hiciste, como si no te conociera...

—El que ha hecho algo es él, y solo me ha llamado para complacencia propia—le interrumpí exprimiendo unos calzones para dejarlos al sol—.Su pequeño orgullo de príncipe quedó herido por un error, y es obvio que busca a alguien a quien culpar.

—O a quién castigar.

Todas las tardes del domingo, muy temprano, teníamos la costumbre de lavar la ropa en el río. Las prendas se secaban más rápido y era mucho más agradable trabajar en las frías aguas con el sol matutino. Pocas veces me acompañaba mi madre, pero, después de contarle lo sucedido en el palacio, había aprovechado cada oportunidad para conversar conmigo al respecto, o mejor dicho, para reprenderme. Era molesto, sí, pero también funcionaba como un mecanismo de reflexión palpable. Ciertamente había cometido un error—del que por cierto estaba muy orgullosa—, aspecto que me puso en aquel compromiso incómodo que jamás hubiera imaginado pudiera pasar.

—Sé que te preocupa que cause una mala impresión madre, pero tienes que entender que, para los nobles, nosotros no tenemos impresión alguna que defender.

Mi madre me miró con ira. Se notaba a leguas que discrepaba con mi comentario.

—Siempre has sido tan testaruda, si tú padre estuviera aquí...

—Si mi padre estuviera aquí yo no tendría que trabajar y esto jamás habría pasado—le interrumpí—. Pero se ha ido y no hay nada que...

—¡No puedo creer que convivirás con la realeza por dos semanas enteras!—la voz chillona de mi hermana llegó desde un costado como un pitido molesto. Llevaba su propia cesta de ropa húmeda en los brazos, y el ceño igual o mayormente fruncido que el de mi madre. Los dioses le habían dado unos brazos fuertes para cargar y una espalda ancha como un roble, por lo que parecía llevar una canasta de plumas en lugar de una repleta de ropa.

—No tiene nada de especial, Lizzy.  Sabes lo que pienso sobre eso.

—Piensas eso porque eres una  tonta, la única imbécil que se cree especial, por no estar enamorada del príncipe.

Menuda tonta

Tenía la fortuna de que mi hermana menor fuera una ferviente admiradora del delfín.

—Solo lo dices porque no fui al baile, y mira en que resultó—ataqué apresurándome para terminar con las últimas de mis prendas, en un intento de alejarme lo más rápido posible—. No te preocupes, te traeré una pluma de su lecho y dejaré unos de tus calzoncillos en su cama, ya sabes, para la buena suerte.

Mi hermana era un ser insoportable cuando se lo proponía. Siempre recriminando lo poco que teníamos, y no moviendo un dedo para cambiarlo. Cuando se empecinaba conmigo era peor, porque ambas teníamos un carácter atroz, y nos sumergíamos en una guerra de palabras difícil de concluir.

—No te entiendo Franccesca, de verdad que no. Tu eres guapa y parece que no lo notas. Solo piensas en trabajo, como un molino incesante que se alimenta de ello. ¿Es qué jamás te casarás?—preguntó con desdén.

Bufé.

Claro, Lizzy era así. Una fanática del romance sumida en la idea vana de que, el amor de verdad, aquel que solo se escucha en las historias y canciones, existía. Su mayor sueño era desposarse, lo cual estaba bien para ella, pero no era exactamente lo que tenía en mente para mi.

En mi mente, la imaginaba junto a uno de los hijos del carnicero. Seguramente tendría cinco hijos y un burro sucio, y se quedaría en el pueblo para toda la eternidad, frustrada, por jamás conseguir su sueño de enamorar al príncipe.

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⏰ Last updated: Jan 21, 2020 ⏰

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The Only One/ Sam Smith Where stories live. Discover now