CAPITULO 1

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Llevaba unos años trabajando como fotógrafa para una de las más prestigiosas agencias de Chicago. Me encantaba mi trabajo y pasarme todo el santo día rodeada de chicas era una ventaja de la leche, sin duda.

Orgullosa de mi orientación, y no es que lo llevara escrito en la frente, pero bastaba con observar mis ojos convirtiéndose en dos corazones como en los dibujos animados cuando, cualquier chica, ya fuera guapa, medio guapa o guapísima aparecía para cruzarse por mi campo de visión. No podía negar que aún gustándome demasiado era capaz de aplicar de manera experta el concepto de «dar y recibir». Ese intercambio físico, consentido y mutuo. La tarea resultaba poco complicada cuando dispones de un disco duro potente. El más potente del mercado y de formateo rápido. Caras y cualquier nombre borrado en segundos. Y es que, al día siguiente cuando despertaba, ya en mi cama, de lo único que debía preocuparme era de saber que pastilla me quitaba ese dolor de cuerpo de cojones.

Para mí el amor romántico representaba tan solo un concepto vacío. Los «te amo», dos palabras que funcionaban muy bien impresas como eslogan adornando cualquier camiseta. No concebía ese sentimiento que el mundo consideraba tan inmenso. Se regalaba a cualquiera y ante la más absurda de las situaciones. Un «te amo» convertido en algo tan cotidiano que apenas había diferencia con un simple «gracias». Se utiliza como una disculpa a la dependienta del supermercado. La que viste dos veces en tu vida y casi sin mirarla cruzas las puertas a cinco minutos del cierre con muy poca vergüenza. Se te olvidó incluir en la lista de la compra esa específica hierba aromática que iba hacer tu ensalada mucho más «top». Normal que despotrique acordándose de toda tu familia.
También a ese amigo al que prácticamente obligaste a hacerte un enorme favor. Utilizas ese «te amo», que ni te cabe en la boca, a modo de chantaje. Así la putada parece más pequeña y tu amistad la hostia de enorme.
Esas dos palabras deberían prohibirse. Se convierten en el engaño que perdió su significado y el valor que tenían.
¿Para qué enamorarse? ¿Por qué querer compartir todo con una sola persona cuando el mundo te ofrecía tantas y tan variadas posibilidades? Absurdo poner coto al instinto natural con el que todos nacemos renunciando a ser libres.
Yo me negaba a encajar en ese grupo. Quería disfrutar de mi independencia emocional, eso sí, sin traicionar un principio que consideraba básico. Legal, ante todo. Era sincera conmigo misma y con todas aquellas que querían compartir algún momento de mi tiempo. Antes incluso de que la ropa comenzase a volar por la habitación, dejaba claro que mi juego no era uno donde dispones de vidas infinitas para jugar hasta cansarte, sino que las reglas eran claras «partida única», con un camino recto y sin desvíos por donde era imposible perderse. Y para evitar cualquier tipo de confusión, dejaba claro que lo único que podía ofrecer era mi entrega y dedicación absoluta durante la partida. Quizás más de un orgasmo y el beso cariñoso de despedida acompañado de la típica frase «estuvo muy bien» ... Por supuesto, descartando el «nos vemos otro día».

Se rozaban las seis de la mañana y ya casi amanecía. Era como una de tantas mañanas en las que me despertaba después de una larga noche en las que había permanecido despierta hasta altas horas de la madrugada. Debía ultimar la selección de las mejores fotografías para el último reportaje que había realizado. Aquellas que se publicarían en una de las revistas a las que representaba mi agencia. Cada día mantenía la misma rutina. Parada obligada en la cafetería de la esquina. Aquella que en su día elegí como «mi rincón de pensar», para perderme en mí misma siempre que lo necesitara. Aparcar mi precioso jeep "Wrangler" negro mate en el mismo lugar. Pedir mi capuchino tamaño XL a Grace, la preciosa camarera con la que mantenía mi particular juego de seducción, y elegir la mesa veintiuno, esa que me proporcionaba una panorámica perfecta de todo el local. A las siete y media, ya me encontraba atravesando el vestíbulo del edificio Aon Center, el segundo edificio más alto de la ciudad. Allí se ubicaba mi agencia, Cotton Publicity.

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