"-Todo estará bien, esta noche.

Y aquella noche ocurrió bajo los suspiros, el eco de su respiración, una sola al unísono, unidas como los seres bajo la seda y lana, y el calor, el calor, el calor de las aras, en la cúspide de la fruta prohibida, su propia fruta prohibida, gasolina de fuego donde perecía su reino, y con ello su rey, y su reina.

La noche fue la perfecta anfitriona de dos criaturas de la noche, blanco a la luz de la luna, negro contra las estrellas.

Y nada se movía, nadie hablaba, y nadie pensaba, esa noche. Esa noche."


Despierta, Sarah.

Despierta.

Despierta.


Sarah despertó. El primer eco hendido lo dio su propio respirar, gobernaba, finalmente, sobre su cuerpo, su minúsculo control y su poder, un recuerdo ahora, como todo lo demás, todo lo que había anhelado, el recuerdo, todos ellos, y nada más. Ella...

En ese momento, ella recordó todo. Y esta era su historia.

Se acomodó en el lecho, nebulosa, fantasmal figura entre la luz de la luna y las estrellas a su ventana; se enderezó e incorporó de su lugar; sus pies, al tacto le pareció frío el suelo, y encontró aquella semejanza con el lugar que, en silencio, había abandonado.

Se vio al espejo. Y estaba ahí, solo ahí, la mujer del reflejo en el espejo, era ella, y sus ojos le observaron de regreso, pues era ella, sus manos lo supieron, y no se molestaron en estudiarla, pues era ella. Ella.

Sarah... Reina de los Goblins.

-Larga vida a la Reina -murmuró, a su reflejo en el espejo, ella misma, y ella nada más. El gesto de su rostro y su frente acomodando el orgullo fue su respuesta; descubierta, pues no sabía dónde había puesto su bata entre la oscuridad, a la luz de su eterna confidente en el cielo.

Su caminar fue una danza, temblorosa en sus dedos, en sus manos, y su cuerpo la trajo a sí misma hacía el cuarto de baño, donde no se molestó en verse al espejo de allí, sino encontrándose a sí misma en una ducha que semejaba su corazón.

Pronto quiso limpiarse, pues se sentía sucia, de piel cochina que con sus uñas se la podría arrancar a tirones y arañazos dejando sus restos rojizos sobre su piel, y estalló sus palmas contra sus ojos pues no los deseaba más en sus cuencas, junto con sus oídos, su cabello, sus labios, sus labios, oh, sus tristes y dañados labios, que de todas formas se derretían ante el mínimo tacto del viento, y el agua hirviendo que la bañaba sobre su más grande vergüenza, ella misma. Maldita ella misma. En silencio.

Maldita sea, maldita ella, maldita... para siempre. Su reino tan grande, como su voluntad, en un respirar suyo contra su propia lluvia, cual figura de marfil bajo la regadera, y de consuelo, pensó que aquel traste se había puesto allí gracias a la magia y no por invención propia de los nativos de sus tierras, pues le figuraba bastante moderno para... pero no importaba. ¿Su reino? Por supuesto que importaba, y estaba ella aquí, para que le importase todo otra vez. Aun así, escuchaba sus ojos cerrarse y abrirse, y sus dedos extenderse, y el agua cayendo por ella y a su alrededor.

Todo, Sarah; todo.

En silencio, porque él podía despertar.

Sarah, en silencio, salió del cuarto de baño cuando el agua había dejado de caer, y regresó a su lugar en el lecho, donde aquella suciedad y humillación volvieron pronto a ensuciarla como el recuerdo, más no se atrevió ella misma a darse nuevamente un baño, pues de hacerlo, estaba segura de que él despertaría; había hecho mucho ruido ya, en silencio, bastante ya lo había hecho. Maldita.

VolverásWhere stories live. Discover now