Delirios de un Alma Impura [Llave de Sol]

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                       Relucían aquella noche las calles londinenses con un esplendor y una tranquilidad casi absurdos, el murmullo del viento llevando consigo una suave melodía, preludio a lo que vendría a ser un amanecer agitado y colorido—así como los que se veían diariamente en Londres. Sin embargo, el manto estrellado que cubría el paisaje contaba no la historia de un país en constante movimiento, sino una de tierras serenas e imperturbables. Sólo un par de pasos osaban interferir con la aparente ilusión de armonía, escondiendo el eco de un llanto desconsolado. Una ligera llovizna surcaba el cielo, derramando sobre las calles pequeñas gotitas transparentes que, al caer, daban la impresión de romperse como lo haría un cristal. La dueña de aquellos sollozos avanzaba con un andar inseguro y tambaleante, aventurándose en las avenidas nocturnas prácticamente a tientas.

            No tendría por qué preocuparse por despertar a alguien, pues sus implores, tan llenos de una desesperación irreal, desaparecían con el ir y venir de un coro imaginario; una canción macabra a sus oídos, el golpeteo de la lluvia contra el asfalto para el resto de los ciudadanos. Sus ojos buscaban, frenéticos, una salida que no estaba ni estaría ahí, pues eso era lo que tenía preparado el destino; un callejón sin salida y una verdad que enfrentar. Sin embargo, la valentía hacía mucho se había esfumado de su interior, dejando, en su ausencia, un vacío negruzco e inhóspito, protegido contra cualquier indicio de luz que se atreviese a asomarse a las profundidades de aquel pozo.

            Sus manos estaban cubiertas en sangre. El líquido carmesí se escurría de entre sus dedos hasta dar con el pavimento, donde dibujaban patrones escarlata, curvándose como si quisieran destacar un mensaje secreto. La castaña continuó su camino mientras el viento azotaba su rostro ennegrecido por el maquillaje corrido. No tenía el propósito de llegar a algún lugar en específico, porque ya sabía a dónde la conducirían sus piernas cansadas, o al menos eso creía. Sentía que se le cortaba la respiración cada vez que sus ojos se desviaban por accidente a sus manos; la culpa una bala atravesando su frágil corazón hasta destrozarlo en mil y un pedacitos que, inevitablemente, terminarían por causar un daño permanente al resto de su persona. Tanto se había esforzado y el resultado había sido el mismo, y ya no lo soportaba más.

            No era como si pudiese cambiar aquel cruel destino, de todas maneras.

            Se detuvo frente a un cruce y las lámparas comenzaron a parpadear, arañando las penumbras en un último intento de proporcionar iluminación antes de desaparecer. Una oscuridad casi absoluta reinó en las delgadas calles de Londres, sumiendo los alrededores, incluyendo las tan preciosas casas antiguas del vecindario, en una atmósfera de pesadez. Los sonidos permanecieron constantes; el aleteo de las ramas de los árboles al son de la ventisca nocturna, y el murmullo de una vocecilla a lo lejos…

            La luz regresó segundos después.

            Su corazón se saltó un latido. O dos, quizás tres. Ya no se encontraba en territorio londinense. En cambio, lo que antes habían sido faroles titilantes y calles serenas pasaron a ser vidrios rotos y suelos de madera que crujían con cada reacio paso que daba, estremeciéndola. De alguna manera, reconocía aquella casa; como si su alma estuviese reaccionando a algo que siempre le perteneció. Las cortinas eran de un azul índigo aterciopelado, bloqueando los pálidos rayos violáceos, primeros atisbos del amanecer. ¿Cuánto tiempo había pasado? Si su memoria no le engañaba, no podían haber sido más de las doce de la noche cuando cometió el crimen contra los Wulrff. Un candelabro colgaba del techo, pero las velas que lo rodeaban permanecían apagadas, sin embargo, desprendiendo un desagradable olor a azufre. Le recorrió un escalofrío, haciendo que los vellos en su nuca se erizaran.

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