Al patrón

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Permítame hablarle sobre este hombre. Su nombre es Porfirio Galeana, dueño de la lujosa hacienda que abarca gran parte del pueblo, además de otros terrenos fuera de éste, incluso en otros estados, y se rumora que es de las más grandes de todo el país. Poseedor de cincuenta y ocho mil cabezas de ganado vacuno, treinta mil borregos, diez mil caballos, y no menos de dos mil mulas, y ciento veintitrés mil hectáreas de terreno, de las cuales una parte está dispuesta para la agricultura de diversos productos. Con más de ocho mil empleados a su disposición, un patrón querido por los mismos; con una maravillosa esposa, que le ama y cuida, con unos preciosos hijos bien educados. Respetado por la gente del pueblo, reconocido por ser un hombre generoso y altruista.

Así es mi patrón, Porfirio Galeana, un hombre rico con la vida que cualquiera soñaría tener, un perfecto macho mexicano ante la vista de todos. Pero nada es perfecto en esta vida mundana, ni siquiera él, pues detrás de toda esa fachada de hombre perfecto, el patrón esconde un gran secreto. Y ese secreto, soy yo.

¿Quién soy yo y que lugar ocupo en esta historia? Pues, no soy más que un simple gato, uno más de sus tantos empleados, no obstante, en algo me diferencio de ellos. ¿Cómo inició mi historia con el patrón? No podría olvidarlo, ya pasaron algunos años, pero lo recuerdo demasiado bien.

Era una noche deprimente, o al menos para mí, quien había perdido su trabajo y único sustento de vida, mi madrecita santa que en paz descanse, había partido hace unas semanas, dejándome completamente solo en el mundo, y mi racha empeoró cuando los chilpallates del pueblo, malditos diablillos, creyeron gracioso prenderle fuego a mi jacalito. Y ahí me hallaba yo, ahogando mis penas con alcohol, como si tuviera suficiente dinero hasta para eso...

En ese momento, un hombre bien vestido y con buen porte, entró a la cantina, no era de esos hombres que sueles ver en ese tipo de lugares. Todo recto, todo fino. «Malditos ricos, dándose la buena vida, cuando pobres almas como yo, no tenemos ni donde caernos muertos» Refunfuñé para mis adentros, al verlo.

Este hombre, se sentó a un costado mío, para mi mal humor y resentimiento con la vida, y entonces pidió dos tragos, uno para él, y, sorpresivamente, uno para mí. Se presentó conmigo como Porfirio Galeana, el dueño de casi todo el pueblo, tonto me llamé por no haberlo reconocido. Ya entrados más en la plática, comencé a contarle mi vida, sépase usted por qué. Él sólo escuchaba mis quejas y berrinches, atento, con una ligera sonrisa, sin comentar nada, esperando a que yo terminara, y entonces, lo hizo. Puso un saco pequeño en la barra, por mis manos, que al chocar con la tabla dio aviso de que adentro había varias monedas.

—Acuéstate conmigo, y yo te pagaré lo que quieras— Me dijo sin vacilar.

Me tomó al menos un minuto reaccionar. «Ah, este cabrón» musité en mi cabeza. Me sentí molesto y lo demostré.

—No señor, eso no se hace, no porque sea rico tiene el derecho de burlarse de un pobre diablo como yo, solo porque me hace falta dinero— Respingué ofendido, al creer que me tomaba el pelo, más de ofendido pasé a sorprendido cuando me contestó.

—Yo no me estoy burlando de usted, estoy hablando muy enserio, tengo mis razones, pero no puedo arriesgarme a andarme acostando con cualquiera, pasando de hombre en hombre para que después todo el pueblo lo sepa...— Trató de explicarme.

De alguna manera, no salía de mi asombro, pero me sentí amenazado, así que lo interrumpí.

—Lo siento señor, pero se ha equivocado de persona, yo no le tiro a eso, a mí no me gustan los que tienen lo mismo que yo entre las piernas, me está denigrando con su propuesta— Sin darme cuenta, había inclinado mi cuerpo instintivamente hacia atrás, como defensa.

El patrón sonrió, con esa sonrisa serena que logra causarme escalofríos, e insistente, pero sutil, continuó.

—Precisamente es por eso que le estoy pidiendo a usted esto, se ve que es alguien honrado, con buenos principios, como le dije, no me acostaría con cualquier hombre.

En ese momento a mi mente vino algo, el hecho de que lo que buscara fuera un hombre precisamente, habiendo tantas muchachitas guapas en el pueblo.

—Y sigue repitiendo "hombre", ¿por qué no se lo propone a una mujer? Dinero no le falta pa' convencer a alguna.

— Nunca le sería infiel a mi amada mujer — Declaró seguro de sí mismo, lo que me resultó estúpido, porque hombre o mujer, sería igual un engaño para su esposa—Mire, de mí no solo recibirá este saco de monedas, éste es solo para sellar nuestro contrato. Usted acepte, y yo le daré un lugar en mi hacienda. Comida, calzado, vestido y techo nunca más le harán falta — Aseguró sin mover su postura.

No protesté, lo pensé por un momento, y la idea de comodidad y no tener que preocuparme de nuevo por el «¿Qué comeré mañana?» fue lo que me convenció. Y así llegué a esta hacienda, sin un trabajo específico, simplemente ayudando en lo que podía, algunas personas se cuestionaban por qué el patrón me había dado trabajo en esa hacienda y haciendo qué, sino tenía un oficio en sí. Lo que ellos no sabían, y siguen sin saber, es que mi verdadero trabajo llega en las noches, cuando el patrón, cansado por un arduo día de trabajo, viene a mí, rendido, se tira en mi cama y extiende sus brazos para que pueda acurrucarme en ellos.

Mis pensamientos sobre él eran que se trataba de un hombre hipócrita, con fetiches y gustos raros, un maricón, puto, que desaprovechaba a la hermosa mujer que tenía como esposa, la señora Maga, tan fina y de buena figura, que cualquiera quisiera compartir cama con ella. Pero conforme pasaba el tiempo, con las charlas que solíamos tener, pude no solo ver esa parte homosexual de él que solo yo conozco, sino más cualidades y secretos que nadie más sabe, como que en realidad no está a gusto siendo el dueño de la hacienda, que se sentía vacío, que tiene muchos temores, que he sido el único hombre con quien se ha acostado, y que nunca le había sido infiel a su mujer con otras mujeres.

Tal vez al principio acepté ser su consuelo y compañero de cama por las comodidades que me ofrecía, además, al ser su empleado favorito los regalos eran frecuentes, siendo honesto, mi primer motor fue la conveniencia. Pero conforme lo fui conociendo, me di cuenta que ya no me importaban aquellos costosos relojes, o aquellas buenas botas, aquellos sombreros o aquellas camisas, sino que lo que me importaba ahora era esperar la hora del encuentro, verlo entrar por la puerta de mi cuarto, con esa pronunciada sonrisa, escuchar su voz saludándome y contándome su día.

Perdóneme mi señora Maga, perdónenme jóvenes patrones, perdónenme trabajadores de la hacienda, perdóneme usted que está leyendo esto, pero yo al patrón, lo amo. 

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